No se aviene a las buenas formas que el huésped indique problemas de convivencia entre quienes lo reciben. Sin embargo, ocurre también que éste puede ser capaz de reconocer con mayor nitidez aquello que al nativo se le presenta turbia y confusamente en su propia tierra.

Para los ojos de un chileno e hispanoamericano residente aquí como yo, tan lejano geográficamente pero tan próximo en el espíritu, es deber señalar que España se halla atravesada por una gravísima crisis, de la que quisiera en esta ocasión referir tan sólo tres rasgos evidentes: el constitucionalismo en boga, la sedición separatista y la descomposición de la juventud. El constitucionalismo porque las crisis siempre han sido tierra fértil para los ingenieros del mundo feliz. Quimera ridícula, si no fuera antes peligrosísima, la de creer que la constitución existencial de un pueblo, o, dicho de otro modo, su fisionomía histórica, puede ser suplantada por fantasías de gabinete. Un puñado de fórmulas sublimes, mentadas en abstracto, son antes un peligro que una solución. Fue un español quien dijo que los sueños de la razón producen monstruos. Por eso quienes apuntan a la suplantación de la Constitución del 78 (con lo desafortunada que sean sus prescripciones) como garantía de regeneración nacional, no sólo yerran, sino que comprometen la existencia misma de la nación, abandonada entonces a las vaya a saber uno qué ingeniosas ocurrencias de los leguleyos de turno. La sustitución del régimen político no viene dada por la sustitución de la constitución, sino, antes, por la de su élite dirigente. 

            Luego, el separatismo y, más precisamente, la sedición, incubada largamente y legitimada por todo tipo de retóricas, desde las más progresistas, sostenidas sobre la autodeterminación y la plurinacionalidad, hasta las más reaccionarias, nostálgicas de fueros y privilegios regionales. Para todos ellos la unidad nacional ha sido el resultado de la suma de sus partes, ya por acuerdo o por imposición. Como si la fisionomía de la nación fuera el resultado de una deliberación o de una implantación unilateral, ajenas ambas al dinamismo propio de la historia en común: la de un pueblo asentado en una tierra, enfrentando desafíos comunes y cohesionándose mediante los mismos. Fluye de los sediciosos, por cierto, la idea rousseauniana de la convivencia horizontal, pacífica y colaborativa entre todo este imaginado prurito de naciones-regiones, desconociendo que el más seguro garante, que no enemigo, de la existencia de las culturas regionales es el Estado, en tanto mediador entre todos los intereses, muchas veces contrapuestos. La cuestión del separatismo, además, es, en último trámite, la cuestión de dónde radica la soberanía. Sólo porque ésta radica en la nación los separatistas vindican sus regiones como naciones. Si acaso la soberanía residiera en el monarca, los sediciosos reclamarían para sí ser monarquías.     

            Para finalizar, y aunque parezca menos político, considérese con la mayor detención la descomposición generalizada de la juventud que, en principio, no debe extrañar, pues, en grande medida, es resultado propio de las sociedades avanzadas y sus estándares de bienestar. Una juventud que ha recibido todo y que no se siente en deuda con nada ni nadie, carece de desafíos colectivos y asume la vida privada como supremo asunto, entregándose a la narcodependencia y la disipación sexual, cuyo elemento común es siempre la esterilidad, física y espiritual. Una juventud que no se considera portadora de una heredad digna de proyectar hacia el porvenir, que desprecia su pasado y con ello se niega a sí misma un futuro, ignorando o queriendo ignorar que es ella quien mañana tendrá en sus manos los destinos de la nación. El cortoplacismo de estos jóvenes desencantados o, en su otra vertiente, embobados con las promesas de paraísos terrenales sin fronteras ni guerras ni pobreza, les impide pensar los asuntos fundamentales, a saber, lo que la actual hora les exige ya no para el futuro de España, sino para asegurar que siga existiendo hoy.  

            Que estas palabras no sean tomadas como impertinencia confianzuda del recién llegado sino como gesto de afecto y deber frente al legado compartido. Fue también un español quien dijo que a la patria sólo se llega por el arduo camino de la crítica.

Juan Carlos Vergara,

Doctor en Filosofía.