Se llenó de banderas de España la última performance que el PSOE organizó la pasada semana en IFEMA. Pero resulta que lo que no debería causar ningún asombro, esto es, que el partido que gobierna España (coaligado con otros, eso sí) luzca orgulloso la bandera de España, chirrió hasta extremos difíciles de comprender, si se vive alejado de la actualidad política nacional. Voluntarios del partido se afanaban en que cada asistente tuviera su bandera y la ondeara al compás de cada conexión en directo, porque, lejos de lo que ocurre con quienes se manifiestan contra los desmanes de un Gobierno ensimismado, que las llevan de sus casas, en IFEMA hubo que repartirlas. Y no porque todos los allí presentes renegasen de ella, sino porque la suya, antes que la de España, es la del partido.

Al día siguiente de tan exótico baño de masas supimos que el mismo partido estrenaba oficialmente nuevo logotipo (aunque ya lo usó en IFEMA), compaginándolo con otro de los más vistos (no el del puño y la rosa, ese ya es historia, se ha enterrado por otros motivos) e incorporaba la bandera de España a su nueva imagen: de un cursi y sentimental logo en el que apare su acrónimo al lado de un corazón, se ha pasado a un «España avanza», en el que la palabra «avanza» parece que va empujada por la bandera nacional, la misma que repudian y queman quienes le han aupado a la presidencia del Gobierno.

Desde luego que no es casual este repentino y súbito despliegue de banderas en el partido que ha preferido obviarlas en sus mítines. Es de suponer que su interés por este símbolo nacional responde al lavado de imagen que se han visto obligados a llevar a cabo tras el vergonzoso pacto con el partido del prófugo golpista de la justicia española, el registro de la Ley de Amnistía para él y sus secuaces, y la posibilidad de un referéndum de secesión en Cataluña. Cosa, esta última, a la que el coro de ángeles que acompaña al PSOE en distintos medios de comunicación quita importancia argumentando, atención, que «será constitucional» y que «no se ha asegurado». A lo primero, no cabe mayor descaro e imprudencia: ¿acaso el Gobierno de España se plantea la convocatoria de un referéndum que no sea acorde a la Constitución? Duda que surge, sin duda, incluso al menos ducho en «pesoelogía sanchista», por aquello de la máxima latina, «excusatio non petita, accusatio manifesta». A lo segundo, no se percatan (o no quieren hacerlo) de que asumir la posibilidad de un referéndum de secesión supone el reconocimiento implícito de su república imaginaria de sonrisas.

No es la primera vez, es cierto, que el presidente del Gobierno se presenta envuelto en la bandera: recordemos que en el año 2015, acompañado de Begoña Gómez, presentó oficialmente su candidatura a la presidencia del Gobierno de España con una enorme bandera proyectada a sus espaldas (escenografía salida de la cabeza de Iván Redondo, amigo de la comunicación política estadounidense, olvidando, acaso, que estamos en España). Pero lo cierto es que pocas veces más la hemos visto con tanta profusión en actos del partido de la rosa, quizá porque España siempre ha sido eso que transformar en una «federación de naciones».

La preocupante situación actual, en la que Sánchez se ha convertido en presidente pactando con todos y cada uno de los partidos secesionistas con representación parlamentaria (¡no se ha dejado uno!), revela una deriva en la que España, su unidad, y los españoles, su igualdad, no son una prioridad. Si acaso, España hoy, se verá, desde su punto de vista, como un obstáculo para poner en marcha su «programa progresista de Gobierno». Hacia dónde progrese es lo que está por ver, pero parece que no será, desde luego, hacia una España más unida.

Que bien está, por supuesto, que se abrace a la bandera, que es la de todos (incluidos, por mucho que no lo sientan, la de los votantes de Junts, EH Bildu, BNG o ERC), pero hay motivos más que suficientes para sospechar que lo hace por conveniencia. Véase, por ejemplo, la resistencia de muchos ministros y todos sus socios a decir «España», palabra que sustituyen por fórmulas de lo más extravagantes como «este país» o «el Estado español».

No me olvido del barbarismo: keep calm and carry on le espetó el presidente al respetable. Un lema de guerra (de la II Guerra Mundial) del que nadie recuerda su origen y que todo el mundo reconoce hoy por ver impreso en tazas, camisetas o bolsos. Tampoco es de extrañar que el presidente acuda al inglés en vez de al riquísimo español para prestigiarse, pero no deja de ser una paletería enorme. La misma que se hace manifiesta en el Congreso, cada vez que alguna de sus señorías usa una lengua de unos pocos, en vez de usar la de todos. «Diversidad», dicen. «Necedad» hay que responder.

Sharon Calderón-Gordo