Desde DENAES queremos subrayar la necesidad de poner a la Nación en el centro del proyecto educativo


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El viernes pasado volvió jurar su cargo Iñigo Méndez de Vigo como ministro de Educación, Cultura y Deporte, cargos a los que añadió el de portavoz del Gobierno. La mayoría de analistas y contertulios políticos han señalado que el ministro tiene entre sus tareas para la legislatura, el trabajar por un pacto de Estado en materia educativa.

El propio punto 78 (apartado M) del pacto suscrito por el Grupo Popular y el Grupo Ciudadanos en el Congreso de los Diputados bajo el rótulo 150 Compromisos para mejorar España tiene por objeto “impulsar un Pacto Nacional por la Educación que cuente con el consenso de las fuerzas políticas, de la comunidad educativa y de los colectivos sociales, con el objetivo de que la educación sea una herramienta eficaz para la igualdad de oportunidades”.

Entre la nebulosa de palabras que rodean a los partidarios del pacto están calidad, exigencia, igualdad (de oportunidades) o autonomía de los centros. El criterio principal que se usa para justificar las propuestas a adoptar es la homologación de España (o, en general, la mejora en los indicadores disponibles y en términos relativos) con los países de nuestro entorno.
Muchos de estos indicadores (tasas de abandono escolar, porcentaje de titulados, tanto por ciento de inversión en educación respecto al PIB, resultados en diversos test estandarizados realizados por diversos organismos internacionales, &c.) pueden servir efectivamente para comparar las distintas situaciones o mostrar los problemas de cualquier sistema educativo (al margen de los contenidos o de su estructura), pero sin que ello permita concluir cual ha de ser el modelo a seguir, ni mucho menos cuales son modelos posibles o cual ha de ser el criterio para optar por unos frente a otros.

En las últimas semanas y meses hemos asistido a un goteo de noticias relacionadas con educación (las huelgas estudiantiles por la reválida se suman a las habituales por el coste de las tasas universitarias o a una novedosa huelga de padres sobre los deberes escolares, el debate sobre el reparto de las vacaciones —espoleados por la adopción en Cantabria del modelo de semanas de asueto repartidas a lo largo del año, inspirado por el existente en otros países de nuestro entorno próximo— o de la distribución y duración de las clases y descansos a lo largo del periodo lectivo). Todas estas cuestiones, sin duda relevantes y con impacto en la vida de los ciudadanos y familias, no son sino tangenciales al problema de establecer un modelo educativo.

Es un lugar común tener por causa de los problemas de la Educación el constante cambio de las leyes del ramo y la falta de estabilidad y acuerdo en esta materia—sin entrar a analizar qué cambio real supusieron las diversas reformas y cambios legislativos o la divergencia en su implementación en las distintas CCAA—. Sin embargo, si el desacuerdo es objetivo, vale más que pretender un pseudo-consenso explorar cuales son las razones que explican dicho desacuerdo —razones que entendemos, obedecen más a causas objetivas que a la falta de voluntad de los distintos actores—.

El pacto prometido se dibuja como un acuerdo, precisamente, entre los diversos actores de la llamada comunidad educativa (padres, maestros, alumnos y administración). Sin embargo, en la medida en que cifremos que el desacuerdo es político —y que lo que está en juego no es sólo un sistema educativo sino un modelo de Estado y un proyecto para el mismo—, lo que la educación haya de ser no pasa necesariamente (o prioritariamente) por los padres y las madres, las profesoras y los maestros o los estudiantes y las alumnas.

A diferencia de los enfoques que proponen un pacto educativo basado únicamente en lo bueno para el alumno o en la homologación (o superación) en los indicadores con los países de nuestro entorno, sería adecuado centrar la cuestión en torno a los contenidos. Bastaría tomarse la democracia en serio para que cualquier ciudadano tuviera un interés genuino en llegar a un acuerdo sobre los contenidos del currículo que cualquier español necesita para equipararse al resto de los ciudadanos. No ya sólo por la igualdad de oportunidades, sino para permitir un contexto común que permita precisamente el debate público. Ni que decir tiene que un mínimo irrenunciable es precisamente la lengua común.

Sin embargo, dichos mínimos no bastan. El sistema educativo no es una esfera aislada del resto de los ámbitos e instituciones que estructuran la sociedad. Nadie duda de la necesidad del ajuste del sistema educativo para que dé respuesta a los retos con los que va a encontrarse el alumno en su vida adulta. Menos acuerdo hay, por el contrario, en cuáles serán los problemas que va a enfrentar España. Se hace necesario el examen de cuáles son las necesidades, desafíos y oportunidades a los que se enfrenta la Nación España (muchos de los cuales tienen un marcado carácter histórico en su génesis), no sólo mirando hacia dentro de sus fronteras sino especialmente a su engarce internacional. Los planes y programas que en otros ámbitos se hagan para aprovechar la coyuntura o encarar los retos que se anticipan son los planes y programas con los que ha de entretejerse el pacto educativo.

Y si el acuerdo no es posible, vale más determinar las razones políticas del desacuerdo frente a fingir un consenso en cuestiones que sólo son formativas tangencialmente. Desacuerdo que involucra la ideas de ciudadanía, de Estado, de persona o de menor que los distintos partidos o grupos tienen y que difícilmente son armonizables salvo bajo eslóganes como el ya mentado “calidad educativa”.

Poner primero la discusión sobre las materias y currículos a impartir y sólo después la controversia sobre cómo estructurar el sistema educativo para concluir cuál es la mejor forma de impartirlos —que los contenidos pauten la metodología y los asuntos no estrictamente académicos— puede ser una guía para iniciar una discusión de calado sobre el modelo de sistema educativo que vaya más allá de los aspectos más accesorios y llegue a que es lo que se imparte y que no (más allá de los equilibrios y luchas entre los diversos gremios y departamentos de profesores) y que implica en términos políticos. La mención y denuncia de la situación que se vive en ciertas comunidades autónomas —particularmente Cataluña pero no sólo— respecto tanto al idioma español como a la historia de España es obligada y desde DENAES lo hemos venido haciendo en muchas ocasiones.

Este mes va a cumplirse un año de las Primeras Jornadas de Educación de la Fundación DENAES. Desde DENAES animamos a los actores llamados al gran pacto por la educación a que visionen y revisen las mesas y charlas de las sesiones de aquellos. Si el pacto educativo es necesario no lo es al margen de un proyecto de país, más allá de la homologación, en el que aquel ha de insertarse. Pretender una reforma educativa sin tener en cuenta tal proyecto (o dándolo por supuesto) es iniciar un proceso sin tener los criterios respecto de los cuales éste ha de medirse y ajustarse. Desde DENAES queremos subrayar la necesidad de poner en el centro de dicho proyecto a la Nación (y por tanto, ponerla en el centro de cualquier reforma educativa). Sin duda lo que digan pedagogos, educadores, familias y estudiantes ha de ser tenido en cuenta, pero la educación de la Nación —¿el futuro de España?— no sólo les compete a ellos.

Fundación para la Defensa de la Nación Española