La España liberal, herida de
guerras, conspiraciones y generales
que pasaban revista a las
tropas y se sublevaban, estrenaba
a mediados del siglo XIX un
sumario de renovación económica
y progreso social que se afianza
con los caminos de hierro del
ferrocarril.
La España liberal, herida de
guerras, conspiraciones y generales
que pasaban revista a las
tropas y se sublevaban, estrenaba
a mediados del siglo XIX un
sumario de renovación económica
y progreso social que se afianza
con los caminos de hierro del
ferrocarril. En su marcha fulgurante,
la lengua de hierro corta
los campos, atraviesa ríos, se
hunde en la panza de las montañas
y pone término a centurias
de aislamiento y compartimentación
de las tierras de España.
Llegaba el silbato del tren, flauta
mágica que despierta a los jóvenes
que duermen la siesta pueblerina,
los invita a las futuras urbes
de humo y chimeneas y consigue
el importante objetivo político de
trabar la nación, conectando las
ciudades del litoral y el interior.
Los ilustrados del XVIII habían dicho
que los caminos construyen la
nación y ahora se presentaba la
ocasión para hacerlo desde la capital
de España.
Manos a la obra, Madrid inauguraba
su primera estación en
1851 pero un incendio destruyó
parte de su estructura haciendo
necesaria su sustitución por otra
nueva, encargada a Alberto Palacio,
colaborador de Gustavo Eiffel, que asombraba al mundo
con su fabulosa torre parisina de
trescientos metros de altura.
El arquitecto español se había
formado con el hombre que daría
nombre a la Francia de la grandeza
y la modernidad, la que demostraba
con su Exposición Universal
de 1889 que la derrota de Sedán
en la guerra franco-prusiana y la
humillación ante los alemanes
eran simplemente un triste recuerdo
del pasado. La nueva Estación
de Atocha también quería
manifestar con su audaz arquitectura
ferroviaria el aliento nacional
y los aires de modernidad
que se respiraban en la España
de cambio de siglo.
En los vagones de tren de Madrid,
en los raíles que llegan a la
estación de Atocha es en donde
ha latido siempre la historia de
la ciudad, es en ese escenario
donde se mueven los personajes
de las novelas de Galdós, los desconsolados
paisanos que parten
a la guerra de Africa y a los frentes
de la contienda civil de 1936
o a la muerte incomprensible
ocasionada por el fanatismo terrorista
en marzo de 2004. Madrid,
capital de la gloria y la resistencia
republicana, Madrid,
capital del dolor con plomo en
sus entrañas.
Es precisamente en la estación
de Atocha o en el metro de
Madrid donde todos advertimos
cada día cómo se van volviendo
plurales los idiomas, los tonos de
piel y las maneras de vestir, donde
cada uno se vuelve de verdad
mezclado y diverso, tal y como la
vida discurre. Lo que hace inconfundible
a Madrid es su discurrir
libre y universal,
su sociedad abierta,
su discurso nacional.
El Madrid
de hoy es de todos
porque es una
ciudad que no pertenece
a nadie en
particular, donde
los individuos vienen
y van y sólo
los raíles y las estaciones
permanecen,
donde las
personas no se
realizan a través
de melancolías
identitarias sino
mediante una liberación
emancipadora,
a través
de la negación de
ese espíritu obtuso
y tribal con el
que algunos siguen
empeñados
en construir el futuro
de sus regiones.
Estrenada ya la
primera fase de la
última ampliación
de la estacion de
Atocha, Madrid revive en estos
días su era de transformación integral
y de proyección internacional
de una ciudad y una nación
que tras siglos de volver los
ojos al pasado desvían la mirada
hacia el futuro.
Fernando García de Cortázar es
director de la Fundación Dos de
Mayo, Nación y Libertad