Las paredes de los templos de Karnak están repletas de escenas de guerras, de crónicas de batallas y de insultos a los enemigos de Tutmosis III. Gracias a sus inscripciones podemos conocer la Batalla de Megido. Igual sucede con los templos levantados por Ramsés II, que nos informan de las relaciones, no precisamente amistosas, de Egipto con el imperio Hitita, o con la Columna de Trajano, que nos describe la conquista de Dacia por el emperador de origen hispano.
Los templos, las inscripciones, las monedas, son reliquias materiales que forman, junto con los relatos, el campo sobre el que se construye la Historia. Como el tiempo no pasa, sino que somos nosotros los que pasamos por él (que diría el filósofo Kant), el pasado solo es un resto material que existe ahora.
Cuando, en nombre de una ley cuyo único propósito es la reparación moral, se pide la transformación de reliquias del pasado, lo que se está haciendo es destruir ese pasado. Porque el pasado es, ahora, en forma de resto material.
La Ley de Memoria Histórica, más que una ley con carácter ejecutivo (que también lo es), es, en lo fundamental, un manifiesto moral (ni siquiera político) de reparación, de justicia, de reconocimiento. Pero éstos, la reparación (moral), la justicia y el reconocimiento son ideas de la órbita de la moralidad. No es un asunto de Estado viajar hacia el pasado para reconocer la ilegitimidad de las acciones de gobiernos anteriores. En Historia no cabe el juicio moral. Los actos del pasado no pueden cambiarse y carece de sentido juzgar a los muertos. La legitimidad de un gobierno o de un acto político son un sobreañadido que nada aporta al propio hecho. La Historia son hechos consumados que, a posteriori, tratan de legitimarse por el propio Poder que los ejecuta.
Cuando se pide que el Valle de los Caídos se transforme en lo que no es, en algo que nunca fue, se está cambiando el pasado que opera en el presente (las reliquias que existen hoy), pero no el presente de aquel pasado (los hechos de su propio tiempo ya pretérito). Es como intentar reescribir los muros del templo de Karnak porque nos parezca injusto el trato recibido por los mitannios y sintamos una gran simpatía por aquel imperio olvidado por todos menos por los historiadores.
Existe la opinión de que la memoria es también un asunto colectivo. Debe existir algo así como una mentalidad colectiva sobre la que se van inscribiendo los relatos de un pasado ni siquiera vivido. Los abuelos cuentan relatos a los nietos que se inscriben (se supone) en la memoria de las generaciones futuras; pero es el relato lo que es recordado, no el hecho en sí. Suele ser esta más bien la opinión de algunos filósofos, como Popper, quien decía que existe un mundo ideal de relatos y verdades lógicas, algo así como un entendimiento agente común para todos los hombres del que estos extraerían sus ideas particulares en su propio cerebro.
Pero los historiadores suelen desconfiar de esta idea de memoria histórica. La Historia, dicen, trata de interpretar los restos y relatos de los que disponemos hoy y tratar de dotarlos de sentido, reconstruyéndolos. Incluso, de lo que se trata es de conocer el pasado mejor de lo que los propios protagonistas lo conocieron, porque la vida suele ser un impedimento para la comprensión: mientras se halla uno enfangado en el trasunto de vivir es imposible comprender, porque la comprensión presupone un alejamiento, un tomar distancia y ver los hechos con perspectiva.
Por ello, el propio sintagma “Memoria Histórica” nos parece inapropiado radicalmente. Por varias razones:
1) Porque reduce la Historia a una cuestión familiar y anecdótica: poniendo el énfasis en la reparación y en la necesidad de los familiares de dar una sepultura digna.
2) Porque los hechos que pretende regular y juzgar no son un asunto particular de algunas familias que sufrieron en sus carnes la represión franquista, sino que es un asunto que interesa a la nación entera.
3) Porque la Memoria es una cualidad de las personas individuales y tiene que ver con lo vivido. Aunque es cierto que la Memoria no es nunca fiel sino que siempre es una recreación creativa del pasado, es imposible recordar lo que no se ha vivido. Las colectividades no pueden tener memoria, y mucho menos de hechos no vividos.
4) Porque el pasado y su estudio es un asunto de la Historia y no de la Memoria Histórica.
5) Porque en el propio espíritu de la Ley, de modificar monumentos y memoriales (aunque sea una simple placa en un edificio de protección oficial) es una destrucción de las reliquias que nos hacen conocer o reconstruir el pasado. Curiosa ley de memoria histórica que proclama la necesidad de destruir reliquias.
6) Porque es un error moralizar la Historia. Los hechos, hechos son. Y son esos hechos los que nos han traído a este presente. Nuestra Constitución y nuestra tan admirada (en la propia ley) Transición no son entendibles, para bien o para mal (lo cual es irrelevante) sin el régimen anterior, al igual que el franquismo no es entendible sin la II República, etc.
Por todo ello, al igual que hay que escandalizarse ante la destrucción de los Budas de Bamiyán por parte de los talibanes; al igual que es incomprensible la furia aniquiladora de los miembros de ISIS al destruir reliquias de los museos de Iraq, no podemos admitir la destrucción o modificación de reliquias que nos hacen comprender nuestro pasado. ¿Qué pensarán los historiadores futuros cuando no puedan comprender que en Barcelona se le erigían estatuas a un traficante de esclavos como era el marqués de Comillas?
Raúl Boró Herrera
Profesor de Filosofía en el Colegio de Huérfanos de la Armada