De forma iterativa aparece en la escena política española el espinoso y oscuro asunto de la «libertad de expresión». Permítanme que me refiera sólo a dos de las últimas situaciones que han suscitado de nuevo tal aparición y que añada algunas breves observaciones, que evidencien ciertas contradicciones inocultables a una mirada crítica, o que simplemente contribuyan a alimentar un poco más la controversia.
Recientemente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha dictado una sentencia que pretende enmendar la decisión de los tribunales españoles de condenar a dos sujetos que en 2007 quemaron una fotografía de los Reyes en el transcurso de una protesta independentista y antimonárquica en Gerona. Conforme a esta sentencia, ambos sediciosos deberán ser indemnizados con la misma cantidad que pagaron de multa (2.700 euros), más otros 9.000 euros en concepto de gastos y costas.
El Tribunal de Estrasburgo expone en su fallo que los hechos acaecidos han de enmarcarse «entre los “actos” progresivamente “escenificados” con el fin de atraer la atención de los medios, y que básicamente utilizaron cierto nivel de provocación permitido para transmitir un mensaje crítico en el marco de la libertad de expresión», siendo así que este Tribunal «no está persuadido de que el acto recurrido pueda razonablemente interpretarse como incitación al odio o a la violencia». En su argumentación, el TEDH sostiene que «la incitación a la violencia no puede deducirse del examen conjunto de los “decorados” utilizados para escenificar el acto, o del contexto en el que se produjeron; tampoco puede establecerse sobre la base de las consecuencias del acto, que no provocó disturbios o comportamientos violentos».
Cabría colegir, conforme al fallo, que la quema de retratos de autoridades públicas, en cuanto «escenificación» con propósitos publicitarios, no rebasa en ningún caso el nivel de provocación admitido legalmente a la hora de divulgar una opinión crítica, quedando así sus autores al abrigo de la libertad de expresión. Y asimismo, que cualquier acto, cuya escenificación se ajustara a los mismos parámetros «escénicos» referidos, no supondría incitación a la violencia si no tuviera como consecuencia desórdenes públicos. Entonces, ¿sólo se pierde el amparo de la libertad de expresión cuando el resultado de la misma es violento? Como parece que únicamente se juzga esta forma de libertad en función de sus consecuencias, ¿bastaría con que reaccionara violentamente quien pudiera sentirse ofendido para que existiera jurídicamente «incitación al odio», y en consecuencia se restringiera la libertad de expresión? Peligroso…
En paralelo al efusivo aplauso por la sentencia del TEDH de algunos representantes políticos —y otros bufones acólitos—, el PSOE, cuya portavoz parlamentaria ha afirmado que los tribunales españoles deberán tener muy en cuenta esta sentencia para enjuiciar casos similares en el futuro, sigue firmemente decidido a reformar la Ley de Memoria Histórica. Recogida en el Boletín Oficial De Las Cortes Generales del 22 de diciembre de 2017, su proposición de ley promueve, entre otras cosas, incorporar un nuevo punto al artículo 510 del Código Penal, a fin de castigar con penas de uno a cuatro años de prisión y multas de seis a doce meses a quienes «produzcan, elaboren, posean con la finalidad de distribuir, faciliten a terceras personas el acceso, distribuyan, difundan o vendan escritos o cualquier otra clase de material o soportes que por su contenido sean idóneos para fomentar, promover, o incitar directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra las víctimas de la Guerra Civil Española o del franquismo por su condición como tales».
Aquí lo que cabría cuestionarse es si los partidos políticos que apoyan esta proposición de ley consideran que el TEDH se equivoca no poniendo límites a la libertad de expresión (siempre que no haya violencia), aunque manifiesten públicamente lo contrario en un ejercicio abyecto de hipocresía, o si creen que sí debe haber límites a la libertad de expresión; en particular, los que esta proposición de ley establece ex profeso.
Más allá de equilibrismos y disimulos partidistas, es notorio que el sintagma «libertad de expresión» irradia un prestigio incuestionable en la nebulosa ideológica que envuelve las democracias. Se supone —a mi juicio de un modo enteramente gratuito— que toda sociedad democrática debe estar plenamente comprometida con la idea de «libertad de expresión», de tal manera que su ausencia implicaría inmediatamente que una sociedad dejara de ser «democrática» para ser calificada como «totalitaria». En otras palabras, la «libertad de expresión», es considerada hoy un elemento esencial para toda sociedad política que se precie de ser democrática.
No obstante, la «libertad de expresión» no puede ser planteada sin más como una idea en general, al margen de cualquier tipo de contenido expresado. Al contrario, estamos forzados a definirla siempre en correspondencia con unos contenidos concretos, ya sean éstos políticos, religiosos, morales, científicos, etc., y en virtud de ciertas coordenadas ideológicas muy diversas (políticas, religiosas, morales, científicas, etc.). Por consiguiente, igual de vacío e inconsistente es sostener que la libertad de expresión es algo así como un «derecho universal ilimitado» como negar que lo sea. Y desde esta misma perspectiva, tampoco tiene ningún sentido la consabida retórica que dice que se limitará la libre expresión del individuo si ésta interfiere con otros derechos que contemple el ordenamiento jurídico, puesto que nunca es posible disolver del todo esa multiplicidad de principios contradictorios de distinta naturaleza que confluyen en tal derecho.
Por todo ello, habrá que acabar reconociendo que el derecho a la libertad de expresión dependerá de que los contenidos expresados, es decir, aquello que uno diga, sean o no tolerados por la propia sociedad. La pregunta entonces está clara: ¿qué estamos dispuestos a tolerar?
Francisco Javier Fernández Curtiella
Doctor en Filosofía