Prólogo de Fernando García de Cortázar al libro Vidas rotas (2010), páginas XIII-XX


La historia más reciente, la historia de la recuperación de unas instituciones
democráticas y una conciencia cívica basada en el ejercicio de
la libertad, ha coincidido en España con la actividad terrorista. Ningún
otro lugar de Europa ha compartido nuestra desgracia de contar, al
mismo tiempo, con los actos criminales. Ningún otro lugar ha estado
dispuesto, desde luego, a sumar a las acciones criminales la infamia de
un discurso de justificación, que convierte a los asesinos en la encarnación
de una Causa. Nadie señala, en ningún otro lugar, ni siquiera en
el modo atenuado en que se hace en ciertos discursos ofi ciales, que
tales individuos expresan una realidad nacional, ni que a través de ellos
se manifi esta la voluntad de un pueblo.

Se dirá que nadie lo dice tampoco aquí. Se dirá que la condena es
unánime. Dejemos fuera de esa unanimidad a quienes nunca han rechazado
la violencia. Pero ¿por qué no dejar fuera de ese consenso cívico
también a quienes permiten que el terrorismo sea una deficiencia
de nuestra democracia, en lugar de ser lo opuesto a la democracia?
Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes se llaman nacionalistas
democráticos acompañan su condena con una inmediata reticencia por
las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de las redes
de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes les justifican, para evitar el insulto supremo de que sus amigos reciban un
sueldo que procede de los propios bolsillos de las víctimas. Demasiadas
voces y demasiadas veces, esos mismos portavoces nacionalistas acaban
señalando el estado de excepción nacional en que se encuentra España,
su etapa de provisionalidad constante, su existencia líquida, contingente, virtual, su carácter de mero acuerdo entre partes con un ligero parentesco
histórico. Un acuerdo que es, además, tan poco satisfactorio
como para dedicar un desproporcionado volumen de sus energías políticas
a denunciar el simple hecho de vivir en la misma nación, de
disponer del mismo marco político, de ser, en definitiva, españoles iguales
en una nación de ciudadanos. Poco puede extrañarnos ese juego de
condena «contextualizada», cuando la defensa del carácter onírico o
forzoso de nuestra coexistencia es la razón de ser misma de fuerzas
políticas que no representan a una parte de quienes habitan en España,
sino que dicen ser la representación de una parte entera de territorios
que no se consideran España. Poco puede sorprendernos ese fariseísmo,
cuando se predica una atroz inexistencia de soberanía que precisa de
un continuo estado de negociación entre las instituciones artifi ciales y
los pueblos históricos.

Quizá sin la normalización de esta tensión permanente no podría
comprenderse la dejación de funciones culturales de un Gobierno entre
cuyas tareas se encuentra la de no poner en duda la base de su propia
legitimidad, ni la de aceptar que su acceso y permanencia en el poder
se sostenga sobre el constante reconocimiento de la «parte de razón»
que tienen quienes siempre se han considerado portadores de la razón
entera. No de la suya como partidos o como individuos, sino de la razón
que emana, misteriosa y místicamente, del territorio al que dicen representar
de una forma auténtica. En esas condiciones de permanente
«disposición al diálogo», se manifiesta una farsante endeblez ideológica
que transmite a la ciudadanía una carencia de seguridad en las propias
posiciones. Porque lo que se ha llevado a los españoles no es la
tolerancia, sino la carencia de identidad. El respeto a las ideas ajenas
siempre supone las ideas propias. En cambio, los nacionalistas vascos
y catalanes saben perfectamente lo que tienen que aparentar: la representación
de naciones conscientes y orgullosas de sí mismas, seguras de
su estatuto de soberanía, dispuestas a una dinámica de exigencias que
concluya en la conquista de un Estado propio.

La misma estética del diálogo ha incluido una progresiva decantación
hacia la definición de la violencia de ETA como algo que debía
tener algún campo de negociación, aunque fuera a través de aliados del
Gobierno con los que no se ha roto después de que hayan participado
en contactos directos con la banda. Así lo ha exigido un sector de la
población inclinada a normalizar el sintagma conflicto vasco, eufemismo
trágico del puro y simple asesinato. La frase «ustedes que pueden, negocien», leída en el comunicado final de la manifestación de Barcelona
tras el asesinato de Ernest Lluch, confirma rotundamente la propagación
de la cultura del diálogo también al ámbito del terrorismo, desdeñando
el progresivo ahogamiento de ETA, su marginación de las instituciones,
la posibilidad de su asfixia financiera y la eficiente tarea
policial. Al mismo tiempo, proliferan las alusiones al «modelo irlandés»
y nunca se habla del modelo italiano —que podría resultar mucho más
parecido a lo que tratamos aquí—, cuando todas las fuerzas del arco
parlamentario, desde el Movimiento Social Italiano (MSI) hasta el Partido
Comunista (PCI) cerraron filas entre 1969 y 1980, negándose a
cualquier tipo de consideración política de los trescientos cincuenta
asesinatos cometidos por la extrema derecha o la extrema izquierda.
Por el contrario, lo que se ha hecho aquí es abrir una y otra vez un
debate que, si no puede darse por cerrado mientras existan personas
que impugnen la existencia de la nación española, quizá debería darse
por zanjado por aquellos que tienen los medios y la obligación de protegerla.
Lo paradójico es que el temor a herir susceptibilidades ha tenido
un efecto contrario: alimentar la sensibilidad de un espacio que
está ahora en condiciones de movilizar a muchas más personas y de
disponer de muchos más recursos para expresar la insoportable levedad
de nuestra convivencia y la intolerable realidad de nuestra existencia
como nación.

Siempre he pensado que una débil nacionalización cívica, que la
escasa densidad de creerse parte de cualquiera de las naciones de Europa,
podría conducir a algo más que al terrorismo: llevaría, de inmediato,
a una atmósfera de relativización nacional que acabaría por convertir
el crimen en un asunto político, en un problema cuya
responsabilidad pasa a caer en quienes gobiernan una nación mal defi
nida. Se produciría un desplazamiento que alteraría el conjunto de la
cultura política de un país, convirtiendo en un asunto central de sus
preocupaciones lo que, hasta el tiempo en que flaqueó la conciencia
nacional de sus gobernantes, de sus intelectuales, de sus educadores,
habría sido una cuestión de minorías insatisfechas. La inmensa virtud
de las víctimas es la de haber unido, por momentos, a quienes condenan
el acto que les arrebata la existencia o les lleva a una existencia de sufrimiento.
Mas sabemos hasta qué punto existe o no una posición homogénea
en lo que debería ser tan elemental en España como lo ha sido cuando el terrorismo ha golpeado cualquier lugar de nuestro entorno.

¿Puede resultarnos sorprendente el distinto énfasis que se observa
a la hora de condenar el crimen, cuando la unidad efímera ante los
despojos de las víctimas da paso a la adjudicación de culpas lanzadas
contra quienes «se empeñan» en no ceder ante las reivindicaciones en
cuyo nombre se ha ejercido la violencia? Sin que, claro está, nadie parezca
comprender que el terrorismo no es solo un instrumento destinado
a la obtención de un fin, sino una forma de vida, una concepción de
la propia libertad de acción que incluye la abolición de la existencia que
se considera ajena. ¿Importa en nombre de qué se mata? Solo en España:
solo donde esas «motivaciones» se distinguen cuidadosamente de
los «métodos» para hacerse universalmente respetables e infatigablemente
negociables.

Quienes condenamos sin tales escrúpulos el terrorismo denunciamos
un error de planteamiento que, ciertamente, ha ayudado a lo último
que deseábamos hacer: el envilecimiento de las víctimas y la humanización
de los asesinos. Nos hemos acercado al lugar del crimen y
hemos declarado como un factor que lo agravaba el carácter «inocente»
de la persona que ha sido asesinada. En su sentido literal, la inocencia
es obvia, pero en el contexto de la declaración política que realizamos,
tal inocencia pasa a identifi carse con la casualidad. Recordemos cuántas
veces nos hemos referido a la matanza indiscriminada, a quien muere
por encontrarse en el lugar inoportuno.

En ese grito frente a la determinación de la tragedia, frente al curso
impasible de los hechos, existe una deformación de las víctimas y de
los asesinos que conviene destacar. Deseando agravar nuestra condena
al hablar de la arbitrariedad del asesino, acabamos por elevar la categoría
de quien mata. La víctima no es una circunstancia en la vida del
terrorista. La víctima no es objeto que se encuentra a disposición de un
sujeto libre. La víctima no ha elegido serlo, no ha escogido su propia
muerte: ni el lugar ni el momento. Esa persona que muere es un ser
vivo, un hombre o una mujer dotados de inteligencia, de dignidad, de
carácter irrepetible. No seremos nosotros quienes deshumanicemos a
la víctima otorgándole protagonismo y conciencia, voluntad e individualidad
solamente en el momento en que su vida acaba, o inscribiéndola
en ese no-lugar moral que es la casualidad que le hizo estar en el
sitio y en el momento inadecuados.

Porque se trata de personas concretas, que gozaban de su existencia
única y que fueron escogidas por el asesino. En el momento en que
se convierten en víctimas, nada hay de dejación de libertad en su sacrifi
cio, sino de defensa de la vida misma, del sentido de la decencia y de
la convicción de ser personas libres. De no haberlo sido, su muerte
habría carecido de sentido, no solo para nosotros, sino para la repugnante
lógica del criminal. Su muerte tiene un signifi cado y no reconocerlo
es añadir una segunda muerte que atañe al juicio moral y político
de lo que condenamos. Lo que ha guiado la mano del terrorista no es
el azar, sino la necesidad. En los actos que han ido tendiendo la trampa
mortal que culmina segando la vida, el asesino no desea matar a un ser
concreto, sino a una abstracción. Sus víctimas son aquellos que no son
sus compatriotas: es decir, quienes no han querido compartir su hábitat
delirante, quienes han adquirido la condición de extranjeros por no
querer ser ciudadanos de una nación de pesadilla. El verdugo desea que
ese país tenebroso se exprese a través de la muerte, que su voz suene a
disparo y su tiempo permanezca en la agonía de quien ha sido declarado
«extraño». Sin embargo, la víctima es la sustancia: el terrorista, el
accidente. La víctima no ha deseado morir, pero las circunstancias de
una muerte violenta no le arrebatan un ápice de su elección del modo
en que deseaba seguir vivo.

¿Consideraremos que, por la más extraña de las paradojas, el criminal
da vida a la víctima a la que mata, simplemente porque esa persona
pasa a adquirir una consistencia pública, una concreción que nos hace
conocerla? ¿Dejaremos que esa muerte sea un hecho accidental para la
víctima y un acto de voluntad para el criminal, sin comprender que la
calidad verdadera de nuestras víctimas es haber querido ser españoles?
Y españoles como debe entenderse hoy esa palabra: ciudadanos de un
país plural, libre, votantes de la derecha o de la izquierda, empresarios
u obreros, guardianes del orden público, intelectuales o amas de casa,
residentes en cualquier punto del país. Pero, en todos los casos, miembros
de esa comunidad nacional en la que todos podemos ser víctimas
y en la que los que ya lo han sido murieron, en muchas ocasiones, explicitando
su compromiso con el porvenir en libertad de España o, sencillamente,
afi rmando la vida, negando el carácter abstracto, la fragilidad
personal, la carencia de firmeza cívica que esperaba el asesino.

En eso reside no solo el mejor homenaje a las víctimas, sino su verdadera
identificación. Decía el poeta Dylan Thomas, al escribir sobre una muchacha fallecida en un bombardeo de Londres, que tras la primera
muerte no hay ninguna. ¿Pondremos nosotros una segunda muerte, que
consistiría en señalar la carencia de individualidad de la persona asesinada,
el carácter intercambiable del lugar que ocupa, lo casual de su sacrifi
cio, como si su muerte no se debiera a ninguna razón, que no es la que
cree tener el asesino, sino la que tienen quienes han sido sus víctimas?

Establezcamos, por tanto, que ante el crimen premeditado, urdido
en la trama de una voluntad asesina desarrollada durante tantos años,
adiestrada con la efi cacia de su pavorosa maduración, la inocencia de las
víctimas no puede hacerlas contingentes. No podemos decir: en su lugar,
habría estado otro. Pues ese otro habría sido una víctima igualmente
necesaria
. Nuestra cabeza no puede inclinarse ante los hechos, sino que
debe levantarse ante esas razones, multiplicadas en las vidas canceladas
a causa de lo que esas personas eran y deseaban seguir siendo.

A muchos de nosotros no nos encontrarán defendiendo esa España
tan inquietantemente mítica como la patria que han fabricado los
criminales en sus sesiones de adoctrinamiento y consunción cerebral.
Nuestra España no es la de la constante problematización de una identidad
que se interroga sobre su carácter. España es algo más sencillo y
más sabio: es una nación defi nida por un campo emocional que solo se
comprende en las garantías políticas de la pluralidad. Es una nación
que ha renunciado a la extranjerización automática de quien se considera
distinto a las ideas de uno u otro sector. Es una nación cuyo pasado
no le propone, sino que le exige la integración como modo de vida
en común. Esa convivencia no es una concesión a la oportunidad política
de los tiempos, sino una convicción refrendada en el simple acto
de vivir juntos, de elegir a nuestros gobernantes, de sentirnos parte de
un país cuyo único factor de dramatismo es introducido por quienes
no quieren reconocer que esa normalidad existe.

Nadie va a encontrar a las víctimas, nadie va a encontrar a quienes
las lloramos en la defensa de una España cerrada, inexpugnable a todo
proceso de modernización y enclaustrada en un arcaico concepto inmóvil
al que sus habitantes se ajustan. Nos encontrarán en la disposición
al cambio institucional cuando sea preciso, a la adaptación de nuestras
leyes, al reconocimiento siempre de una libertad más ancha: a ese puro,
cotidiano y elemental derecho a vivir en seguridad. España no es solo un Estado de Derecho porque así lo dice nuestra Constitución, sino
porque ella es un gozne que separa dos etapas de nuestra historia. Nadie
quiere regresar a una época anterior porque nadie quiere dejar de
ser ciudadano. No nos encontrarán, sobre todo, saqueando nuestro
pasado, confi scando los despojos de un tiempo apagado a nuestras
espaldas, izando místicas que establezcan la pureza de la sangre o derramen
la sangre que purifi ca. Quien quiera encontrar esa actitud que
busque en los campos culturales de los asesinos, que vaya con ellos a
los cementerios ideológicos de hace ciento cincuenta años, en busca de
la pestilencia nacionalista donde la tierra y los muertos se enlazan en
un proyecto trágico.

Nosotros vivimos en una fase de la historia que ha aprendido dolorosamente,
que no se ha hecho más sabia con comodidad, sino con
esfuerzo, que, todos los días, lleva esa edad cargada de experiencia a lo
que Espriu llamaba la «difícil libertad», obligándonos a vivir respetuosamente,
cuidando la dignidad ajena porque hemos aprendido que es
el único modo de proteger la nuestra.

Que nadie crea que ese compromiso resulta fácil. Y aquí, de nuevo,
podríamos indicar hasta qué punto nuestra actitud ha sido confundida,
seguramente porque ha tenido rasgos de escasa claridad. No carecemos
de convicciones. Nuestras víctimas tenían nuestras convicciones. A veces,
parece que dotemos a los asesinos y a sus cómplices de tener las
ideas claras, de estar en creencias poderosas. Pues bien, no es así. Hemos
escogido el camino más difícil, que es el de creer en la democracia.
No es sencillo aceptar sus reglas, porque la tolerancia bien entendida
no es un abandono, sino una aceptación de la diversidad, sin que la
existencia de la libertad del otro suponga menoscabo de mis propias
ideas, sino precisamente su afi rmación en un campo de diálogo y de
confrontación. Lo sencillo es escoger el silencio de los demás, lo fácil
es cerrar la boca al disidente, lo cómodo es considerar que los demás
no existen socialmente, sino que son meras comparsas de mi propia
existencia sustancial.

Pero ¡cuántas veces hemos permitido que nuestra convicción democrática
se tomara como ausencia de convicciones! ¡Cuántas veces
hemos tratado de ponernos en el lugar del otro hasta que esa perspectiva
se ha confundido con la ausencia de lugar propio alguno! ¡Hasta
qué punto hemos sido reticentes a la hora de enorgullecernos de ser
miembros de una nación libre e históricamente defi nida, cuando ha sido más fácil aceptar el brebaje transaccional de considerar que este país,
España, «estaba por hacer»! Y, en realidad, hemos aceptado como nuestras
las ideas que siempre fueron las de otros y que han sido campo
abonado para que el crimen encuentre su actualidad, su congruencia.
Ninguna duda ha sobrevolado la proliferación de identidades colectivas
salidas directamente de episodios burocráticos y pactos de elites locales.
Ningún reproche se ha levantado contra la trampa bien urdida de que
España no tiene la misma densidad nacional que cada una de sus comunidades
integrantes.

Hemos creído, en un ejercicio de reiterada imitación, que la reivindicación
de soberanías era equivalente a la democracia, en lugar de la
vulneración de la soberanía del conjunto de los españoles y de cada uno
de los españoles. Esa defensa lábil, quieta, apesadumbrada, de la realidad
de España ha sido fácilmente advertida como carencia de convicción
por quienes son los adversarios del concepto mismo de nación de
ciudadanos y despliegan tozudamente sus mitos de guardarropía. Nuestra
España no es una suma de comunidades homogéneas que debaten
su equivalencia y mantienen su uniformidad ideológica interior. Es una
España escrita día a día por los actos de quien en ella viven. No somos
juguetes de un destino, y ello nos hace hombres y mujeres libres. No
somos resonancias exhaladas por la historia, sino continuadores conscientes
de una sociedad en cuya existencia participamos, libres de dramatismos
y de afirmaciones místicas, a salvo de amenazas de extinción
y de los forcejeos entre libertad personal e identidad colectiva.

Este es nuestro territorio moral. Y estas son nuestras víctimas, nuestros
héroes fundamentales, nuestras pulsaciones sobre las que late el
sentimiento de tener algo fuerte en común. Tan fuerte que solo con el
crimen se cree poder destruir. Defender a las víctimas del terrorismo
es, en España, defender a las víctimas de una idea de la civilización y
de una idea de la nación. Aquí se ha matado en masa por un concepto
aberrante de patria. Y se ha matado, en un periodo más dilatado de
tiempo, en nombre de un repudio de España, de un país al que se desea
impugnar, destruir, negar. Nuestras víctimas pasan a ser, con sus nombres,
con sus rostros, ejemplos vivos de una cultura, formas de llamar
a nuestro país y a nuestra democracia. Que así sea.

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Y RUIZ DE AGUIRRE

Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad