El pasado 8 de septiembre el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, mostró «profundamente» su pesar por el suicido ocurrido la semana anterior del «preso de la banda ETA» Igor González, miembro del comando Donostia que ordenó el secuestro y la ejecución de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997.

    Sánchez lo dijo clavando su mirada a los senadores de Bildu; es decir, dando por supuesto -como lo damos todos- que Bildu es ETA. Entonces ¿por qué no se ilegaliza? Ya se ilegalizó Batasuna en la época de Aznar (y no ardió Troya), pero Zapatero la volvería a legalizar aunque con otro nombre (siendo la misma escoria). Y mayoría absoluta tuvo el gobierno que sucedió a los siete años de zapaterismo para hacerlo y no lo hizo (como dejó de hacer tantas otras cosas).

    Aparte del lamento (algo francamente lamentable), lo que más choca de la intervención del presidente es que denomine a la banda sin el calificativo «terrorista», dejándolo en un aséptico «banda ETA»; como si fuese una banda de música o, a lo sumo, una banda de ladrones. El doctor parecía tener mucho cuidado con su vocabulario, y lo de no añadir «terrorista» obviamente estaba calculado y no puede achacarse a un despiste o al ahorro del lenguaje. Fue todo un guiño a Bildu, que no es más que ETA en el Congreso y en el Senado, y también en el parlamento vasco y navarro, así como en diputaciones y  ayuntamientos.

    Y tal vez lo hizo para camelarse a la formación aberzale, como si se lo suplicase a fin de que le apoye en la aprobación de los Presupuesto Generales del Estado (español). Por eso puede que el presidente no lamentase «profundamente» el suicidio del etarra y simplemente teatralizase sus afectos para ganarse el favor de los bilduetarras. Luego es posible que solamente estuviese haciendo el papel de «poli bueno», aunque las súplicas fuesen en exceso obscenas.

    Sánchez es tan mentiroso que incluso no tuvo escrúpulos en defraudar con su doctorado, en engañar a sus electores tras las elecciones de abril de 2019 diciendo que no podía pactar con Podemos y los separatistas porque eso le quitaba el sueño («junto al 95% de los españoles, incluidos votantes de Unidas Podemos») y en consentir e incluso alentar las manifestaciones del 8M (y todas las demás aglomeraciones) porque el coronavirus no suponía ningún peligro para España porque disponemos de «un sistema sanitario fuerte y una red de alerta y detección con expertos profesionales que desde el primer minuto trabajan siguiendo las recomendaciones de la OMS». Es decir, ya sabemos de sobra que tenemos por presidente a un mentiroso superlativo.

    Pero, ¿y si el lamento fuese sincero? No poseemos la asombrosa capacidad de penetrar en las mentes de los demás (los pensamiento íntimos de Sánchez son inescrutables), pero no hay que descartar semejante opción. Al fin y al cabo, el PSOE no se aleja mucho del ideario de Bildu; y más aún el sanchismo, fase superior del zapaterismo (o tal vez enfermedad infantil del mismo). El Doctor Fraude no es más que un discípulo de Gorburu. Asimismo, ambas formaciones no se comportan la una con la otra como si fuesen el día y la noche, pues hay ciertas afinidades ideológicas. Y no digamos ya las semejanzas entre Podemos y Bildu. Aunque obviamente hay que contar también con las diferencias.

    Pero volviendo al asunto más chocante, es verdaderamente inquietante que el fraudulento doctor deje de pronunciar el término «terrorista» cuando se refiere a ETA. Y para mostrar que la banda era efectivamente terrorista vamos a explicar brevemente qué entendemos por terrorismo procedimental (siguiendo a Gustavo Bueno en La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización). Se trata de un ejercicio en el que se dan cuatro pasos:

      1) En el atentado los terroristas dejan su firma o la revelación de su marca. ETA acostumbraba a reivindicar sus crímenes.  

    2) La acción terrorista no se da por concluida en el momento de ejecutarse el atentado. De modo que las posibilidades de nuevos atentados siempre estaban abiertas. Esta incertidumbre aterrorizaba a la población porque cualquier día podía ser día de atentado e incluso de varios.

    3) El atentado toma de improviso a la parte atentada. Es decir, el receptor considera el ataque como una sorpresa aleatoria (aunque está previsto por el terrorista). Pero la víctima desconoce por completo si el atentado se iba a producir en ese momento o en otro cualquiera (o no se va a producir nunca). Todo atentado es para la víctima un desconcierto. De ahí que muchas personas amenazadas por ETA mirasen debajo del coche para ver si le habían colocado una bomba.  

    4) Por último tenemos la complicidad objetiva de las víctimas, aunque las mismas no se sientan cómplices. Si no reaccionan se limitan a padecer y a sentirse aterrorizadas, y de ahí la complicidad objetiva (que no subjetiva porque la víctima no lo comprende así). Un buen ejemplo es el mal denominado «impuesto revolucionario», esto es, cuando el empresario aterrorizado financia a los etarras facilitando sus objetivos, ya que al transigir por miedo se somete a la voluntad de los terroristas.

    ETA sí que cumplía con estos cuatro puntos, luego en rigor se trataba de la banda terrorista ETA y no de la banda ETA. En cambio, el FRAP del padre de Iglesias Turrión (aunque el mismo no fuese un pistolero sino un repartidor de folletos y propaganda) no era una banda terrorista porque no consiguió aterrorizar a los españoles al no plegarse éstos a sus voluntades de egos diminutos ridículos y raquíticos. El FRAP era más bien una banda de asesinos.

    Pero ETA -y esto sí que es para lamentarse profundamente- sí ha conseguido parte de sus fines, y ha dejado la vía del terrorismo procedimental porque por métodos parlamentarios ve que se aproxima más a sus objetivos. Aunque al agitar el árbol esto hizo que los «recogenueces» del separatismo fuesen ganando posiciones frente al Estado español. Es decir, los tiros en la nuca y los coches bombas no sólo beneficiaron al PNV sino al separatismo en general. Y éste a día de hoy está más fuerte que nunca, si bien es cierto que está alcanzando cotas de estupidez que ni los actuales inquilinos de la Moncloa llegan a tanto (o tal vez sí).  

    Daniel López. Doctor en Filosofía.