Hubo un tiempo en que los sindicatos eran algo más que oficinas subvencionadas con logotipos multicolores. Eran herramientas de dignidad, expresión de un pueblo que, desde el trabajo, quería construir un destino común. No hablaban de cuotas ni de sensibilidades identitarias. Hablaban de jornal, de pan, de respeto. Y lo hacían desde una pertenencia natural: la tierra, el taller, la patria.

Hoy, por desgracia, esa idea de sindicalismo ha sido arrinconada. Las grandes centrales sindicales han sido absorbidas por la burocracia y por la lógica de los despachos, convirtiéndose en gestoras del malestar, no en su solución. Han cambiado la defensa del trabajador por la gestión de sus derrotas. Y en ese proceso, han perdido lo esencial: el vínculo con la comunidad nacional.

Porque el trabajo no es solo una actividad económica. Es el lazo que une al individuo con su pueblo, con su entorno, con su historia. Es una forma de enraizamiento. Por eso, un sindicalismo que no se asiente en la defensa de la nación está condenado a la irrelevancia. No se puede hablar del bienestar del trabajador español desde un marco ideológico que desprecia a España o que la reduce a un simple espacio administrativo dentro de una tecnocracia global.

Hace falta recuperar un sindicalismo que no tema usar palabras antiguas: comunidad, deber, lealtad. Un sindicalismo que no caiga en el fetichismo del conflicto de clases, pero que tampoco se resigne a ser espectador mudo del desmantelamiento económico del país. Porque si se destruyen los empleos, las empresas familiares, el campo, los oficios… lo que está en juego no es solo una nómina. Lo que se pierde es una forma de vida, un modo de estar en el mundo.

Y en el centro de todo esto debe estar la solidaridad. No como consigna vacía, sino como principio vivo entre trabajadores que comparten una misma realidad, un mismo idioma y una misma tierra. Solidaridad entre quienes producen, entre quienes sostienen la economía real, entre quienes no piden privilegios, sino condiciones justas para vivir con estabilidad y dignidad. Esa solidaridad concreta, basada en el compañerismo, en el esfuerzo compartido y en el orgullo de pertenencia, es la base de cualquier reconstrucción seria del tejido laboral y social de España.

El sindicalismo, bien entendido, no puede reducirse a la defensa de intereses sectoriales o a la negociación de convenios. Tiene una dimensión cultural y casi espiritual: proteger al trabajador no sólo como fuerza productiva, sino como persona con raíces, con identidad, con responsabilidades. Un sindicalismo nacional no quiere subsidios ni dependencia, quiere trabajo digno y estable, porque entiende que la estabilidad del trabajador es la base de la estabilidad nacional.

Reordenar el sistema productivo español desde esta perspectiva significa poner al trabajador en el centro, sí, pero también al pequeño empresario, al agricultor, al comerciante. No se trata de levantar muros entre supuestas clases, sino de tejer una comunidad ordenada donde cada uno encuentre su lugar. Y eso exige soberanía, autoridad y una visión nacional de la economía.

Es hora de levantar el nuevo sindicalismo español. No sumiso, no multicultural, no postnacional. Un sindicalismo con vocación de permanencia, consciente de que la defensa del trabajador español empieza por la defensa de España.

Pablo Pérez Merino