No podemos decir que Podemos ha perdido el norte porque al partido morado su desnortamiento le viene de nacimiento. Podemos tiene un juicio torcido sobre las capacidades del español, y no digamos sobre la nación española y tantas otras cosas. La Idea de España que manejan en Podemos es de clara estirpe negrolegendaria. Mucha historiografía basura ha nutrido la ideología de semejante organización.

    La última locura objetiva, o más bien la penúltima (siempre vendrá otra), de la formación liderada por Pablo Manuel Iglesias Turrión es cargar contra «la imposición del castellano». Otra vez en pos de la tesis de los separatistas. Jamás comprenderemos a Podemos si no lo contemplamos como un partido separatista, pero en este caso no circunscrito a una determinada región, sino en solidaridad (contra la nación española) con los separatismos de las diferentes regiones donde éste se dé. Asimismo también hace sus pinitos con el globalismo más «wallstreetlero».

    Podemos y los separatistas (cabría decir «valga la redundancia») llevarán este martes al Congreso una proposición no de ley para acabar con la «imposición legal del castellano» en pos de las lenguas cooficiales reconocidas. ¿Con esto también se pretende llevar la torre de Babel al Congreso y usar pinganillos? Tal ocurrencia sería propia de sujetos surrealistas dignos de ser neutralizados con camisa de fuerza. Y sin embargo no sería algo inédito en la partitocracia española y en la política española en toda su historia, porque esta ceremonia majadera  ya fue experimentada en el Senado en los aciagos años del zapaterismo (la influencia del podemismo en tantos aspectos, como totum revolutum que coge de cada casa lo peor). En el pleno la exposición de la proposición va a ser defendida ni más ni menos que por Bildu. Eso lo dice todo.  

    También quieren que se generalice el uso de estas lenguas «oprimidas» por la tiranía del pérfido «castellano» en los tribunales de justicia y en RTVE (para que ahonde más en ser «Radio Televisión Espantosa», según el lapsus revelador de Rosa María Mateo). E incluso en la Agencia Tributaria o la Seguridad Social.

    Y ya no se conforman sólo con el vasco, el catalán o el gallego, pues también reivindican el bable asturiano, sobre el que exhortan que alcance el estatus de oficialidad, lo que es sumamente peligroso porque dicha lengua podría engendrar un separatismo asturiano (precisamente el partido separatista asturiano sería Podemos).

    Los solicitantes de tales ocurrencias exigen a España (al «Estado Español») que cumplan con los acuerdos que el propio Estado ha ratificado, como la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, o como la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos o el Protocolo para la Garantía de los Derechos Lingüísticos.

    En el texto de la proposición no de ley afirman que tales lenguas han padecido la «discriminación» del Estado y «un Estado debe ser excluyente con todas las discriminaciones, sea cual sea su razón, también la lingüística». A su vez, tienen el valor de solicitar que las mencionadas lenguas obtengan «reconocimiento internacional en paridad con el castellano». El problema de las lenguas regionales es que precisamente por regionales no son internacionales, como sí es el caso, mal que les pese, del español, que es un idioma hablado por más de 500 millones de habitantes y es oficial en 22 naciones políticas aparte de España (donde, como vemos, es cuestionado y atacado).

    Por eso no se puede equiparar el español, un idioma universal, con lenguas regionales, que no se hablan ni se hablarán jamás más allá de sus correspondientes regiones; porque son idiomas, muy respetables todo lo que se quiera, de «andar por casa». El español, en cambio, es un idioma con capacidades geopolíticas, y dicha herramienta hay que cuidarla como oro en paño en los tiempos de la globalización positiva, que no aureolar o metafísica de pretenciosa gobernanza mundial,  como piensan los globalistas anglosajones, tan baboseados por nuestros políticos a diestro y siniestro.

   Asimismo, solicitan que se fomente el conocimiento de las lenguas regionales. Lo que en la práctica quiere decir que, por ejemplo, si un estudiante de Andalucía quiere hacer unas oposiciones en Cataluña se vería forzado a aprender catalán, mientras que un estudiante catalán puede ir a Andalucía y opositar tranquilamente, pues no hay estudiante catalán que no sepa hablar, leer y escribir en español. Pero Turrión ve esto perfecto, como ya denunciamos hace unos años en Denaes.

    Daniel López. Doctor en Filosofía.