En el recuerdo de muchos españoles la Marcha Verde de noviembre de 1975 suele evocarse como un episodio casi pintoresco: decenas de miles de civiles marroquíes cruzando la frontera del Sáhara Occidental con banderas y coranes, forzando la retirada española sin que se disparara un tiro. Sin embargo, esta versión edulcorada es engañosa. Lo que realmente ocurrió fue una operación planificada por el régimen de Hasán II, combinando movilización civil, cobertura militar y respaldo internacional, para forzar a España a abandonar un territorio que formaba parte de su soberanía, que era España. Fue una maniobra de guerra híbrida avant la lettre, en la que la saturación demográfica y la presión diplomática sustituyeron al enfrentamiento abierto.
El Sáhara Occidental, convertido en provincia española en 1958, tenía un valor estratégico indiscutible. Además de ser una plataforma geoestratégica en la fachada atlántica africana, cuenta con uno de los yacimientos de fosfatos más importantes del mundo, en Bucraa, además de caladeros pesqueros de gran valor. Marruecos, tras su independencia en 1956, no ha dejado de ambicionar esas riquezas, apoyándose en un discurso de «unidad territorial» que incluye también a Ceuta y Melilla. Pero la coyuntura internacional del momento le favorecía: la ONU, desde principios de los años sesenta, impulsaba una política de descolonización masiva, a pesar de que en el caso español eso no debiera aplicar, ya que eso era una provincia española y no una colonia.
En 1975, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya reconoció la existencia de vínculos históricos y tribales entre ciertas poblaciones saharauis y la monarquía marroquí, pero negó expresamente que estos constituyeran algún fundamento para la soberanía marroquí del territorio. Si bien, a pesar de este contratiempo jurídico, o quizá animado también por ello, Hasán II anunció la organización de una «marcha pacífica» para «recuperar» el Sáhara. El plan no consistía sólo en enviar civiles, ya que detrás había una movilización logística de gran envergadura, que incluía el transporte de los mismos por carretera y ferrocarril, suministros planificados y miles de soldados y mercenarios desplegados en paralelo para proteger la operación y ocupar posiciones clave.
El 6 de noviembre de 1975, unas 350.000 personas según la propaganda marroquí (realmente bastante menos en cifras reales, quizá unos 10.000) cruzaron la frontera en la zona de Tarfaya y se aproximaron a El Aaiún, la capital del territorio saharaui español. Llevaban banderas estadounidenses, coranes y retratos de Hasán II, avanzando bajo la cobertura del ejército marroquí. La idea era saturar la capacidad de reacción española. Y es que cualquier intento de rechazar violentamente a los civiles marroquíes podía llevar a una masacre que habría sido difundida a escala internacional, un desprestigio político y diplomático inasumible para un régimen español en crisis sucesoria, dado que Franco estaba en sus últimos momentos.
España tenía desplegados a más de 20.000 soldados en el territorio, perfectamente capacitados para repeler cualquier incursión. Pero desde Madrid llegaron órdenes de contención y no abrir fuego. El contexto geopolítico fue determinante. Estados Unidos y Francia, temerosos de que el Sáhara cayera bajo la influencia del Frente Polisario, respaldado por Argelia y vinculado al bloque soviético, presionaron a España para que se retirara y permitiera el avance marroquí. En plena Guerra Fría, Marruecos era un aliado estratégico para el control del Magreb y del Atlántico. Además, al príncipe Juan Carlos le interesaba asegurarse el trono, de modo que cedió a los intereses ajenos aun a costa de ceder algo que no le pertenecía: el territorio español.
Acordada ya la cesión, aunque aún sin materializar, el príncipe Juan Carlos, jefe de Estado en funciones debido a la enfermedad terminal de Franco, visitó cínicamente el territorio para transmitir confianza a las tropas. Sin embargo, pocos días después aceptó la solución que proponía Hasán II. Y aún más, en los Acuerdos de Madrid del 14 de noviembre de 1975, España cedía la administración del Sáhara a Marruecos y Mauritania, comprometiéndose a retirarse de su provincia sahariana en un breve plazo, dejando en suspenso el referéndum de autodeterminación que la ONU había reclamado. En definitiva, no fue una retirada ordenada fruto de un pacto entre iguales, sino una claudicación condicionada por la presión exterior y por los intereses de algunos sectores internos del Estado español.
Tras la evacuación, en febrero de 1976, el ejército marroquí ocupó de facto buena parte del territorio, enfrentándose de inmediato al Frente Polisario en una guerra que se alargó hasta 1991, con ciertos enfrentamientos hasta hoy, y que dejó decenas de miles de refugiados en Tinduf (Argelia), donde siguen esperando una solución que nunca llega. Mauritania se retiró de la parte que le correspondía en 1979, pero Marruecos la ocupó poco a poco sin contemplaciones. Y aunque internacionalmente no todos reconocen la soberanía marroquí sobre el Sáhara, de hecho se ha tolerado esta situación durante años.
Así pues, podemos decir que la Marcha Verde supuso una lección que Marruecos aprendió y ha perfeccionado desde entonces: la combinación de presión demográfica, respaldo exterior, propaganda y diplomacia coercitiva puede doblegar a una nación vecina como España, sin necesidad de una guerra convencional. Fue, en esencia, un ejercicio temprano de guerra híbrida. Desde entonces, Rabat ha aplicado esa lógica contra España en distintos frentes: la instrumentalización de la inmigración, el control de su diáspora como herramienta política, las campañas de desinformación y la diplomacia agresiva para arrancar concesiones sobre pesca, comercio o el reconocimiento implícito de pretensiones territoriales.
No es casualidad que en los últimos años se hable, incluso en círculos diplomáticos, de la posibilidad de una nueva Marcha Verde, esta vez dirigida contra Ceuta y Melilla. El guion sería similar: movilización de masas civiles, cobertura mediática, presión diplomática internacional y, de fondo, el respaldo militar para ocupar posiciones si España vacila. El intento de ocupación del peñón Perejil o la crisis de Ceuta en mayo de 2021, cuando Marruecos dejó pasar a miles de personas por la frontera, fueron ensayos a menor escala de este método.
La Marcha Verde de 1975 muestra que los marroquíes tienen sus objetivos claros, y hacen por cumplirlos cuando la ocasión es propicia. España, sin embargo, eligió no defender militarmente un territorio que formaba parte de su soberanía, sacrificando su posición a cambio de una ilusoria mejora en su imagen exterior y de la consolidación del nuevo régimen tras la muerte de Franco. El coste fue no sólo la pérdida del Sáhara, sino el refuerzo de la convicción marroquí de que la presión da resultados. Por eso desde entonces la estrategia de Rabat no ha variado, y las cesiones españolas -ya sea en política inmigratoria, en cooperación policial o en declaraciones sobre el Sáhara- han alimentado esa dinámica.
Defender Ceuta y Melilla hoy implica mucho más que reforzar las vallas o aumentar las patrullas marítimas. Supone asumir que Marruecos no es un socio fiable, sino un competidor geopolítico que persigue objetivos incompatibles con la integridad territorial española. Requiere articular una política de Estado que combine firmeza diplomática, preparación militar, control sobre la narrativa mediática y alianzas internacionales que no dejen espacio a la ambigüedad. La Marcha Verde no fue un episodio aislado del final del franquismo, sino un paso más en una doctrina marroquí de presión híbrida que se mantiene hasta nuestros días. Recordarlo con precisión histórica no es un ejercicio nostálgico, sino un imperativo estratégico. Porque, como demostró lo ocurrido en 1975, cuando el adversario percibe nuestra debilidad, avanza. Y la única forma de evitar una nueva humillación es dejar claro, antes de que se produzca, que esta vez España no retrocederá.
Emmanuel Martínez Alcocer