Cada 12 de octubre se repite la misma escena: una parte de los españoles e hispanoamericanos, formados en el odio hacia su propia historia, reaparece para negar la Hispanidad y repetir los mantras de la leyenda negra. Según ellos, nada hay que celebrar, porque lo que hubo fue genocidio, expolio y opresión. Son los mismos clichés que se repiten desde hace siglos, importados de los enemigos históricos de España y adoptados con fervor por quienes carecen de la menor conciencia de lo que son. Pero este año ha surgido otro frente, igualmente ignorante: quienes, desde un racismo identitario tan grosero como vacío, rechazan también la Hispanidad, aunque por razones distintas. No lo hacen desde la culpa, sino desde el complejo. Ven en ella una amenaza, porque la confunden con inmigración masiva o mestizaje cultural. Suponen que defender la Hispanidad equivale a defender fronteras abiertas.

Ambos bandos coinciden, sin saberlo, en negar la única realidad política capaz de ofrecer a España y a las naciones hermanas una posición sólida en el mundo: la comunidad histórica hispánica. Los primeros destruyen el pasado en nombre de la supuesta moral universal; los segundos lo reniegan en nombre de la inexistente pureza racial. Pero la Hispanidad no es una nostalgia imperial ni una simple fraternidad sentimental. Es una estructura histórica y política concreta, nacida del despliegue del Imperio español y transformada, con el paso de los siglos, en una red de naciones políticas, lengua e instituciones. No une por raza, sino por una lengua común, por un conjunto de tradiciones jurídicas y políticas y por una cierta cosmovisión compartida del hombre y del mundo.

El Imperio español, lejos de ser una empresa privada de conquista o saqueo, fue un proceso político que articuló territorios inmensos bajo una misma idea de civilización (la del hombre católico: por Dios hacia el Imperio). Su carácter fue generador: fundó diversas naciones en las que dejó ciudades, universidades, estructuras políticas y económicas, y una legislación que reconocía la condición de súbditos a los indígenas. Frente a los imperios depredadores de tipo mercantil o colonial, España configuró una ecúmene cultural y política que aún pervive, aunque debilitada y fragmentada. Pero lo relevante que queremos señalar es que negar esa realidad es negar la propia posibilidad de una alternativa frente al dominio global anglosajón o la expansión del islam político. Porque, en un mundo donde las potencias actúan en bloque –China, el islam, el eje anglosajón–, sólo la Hispanidad podría constituir un espacio geopolítico con base histórica suficiente para proyectar poder y cooperación. No se trata de restaurar un imperio, sino de comprender que esa red de naciones soberanas puede comportarse como una plataforma estratégica, un modo común de estar en el mundo.

La Hispanidad es hoy una comunidad geopolítica latente. Abarca más de veinte naciones soberanas, más de 600 millones de personas, una lengua compartida y una herencia jurídica y cultural que aún estructura las instituciones políticas y el modo de vida de nuestros pueblos. Muy distintos entre sí, y en conflicto, pero que sólo se tienen entre ellos para mejorar su futuro. Ningún otro conjunto de naciones posee, actualmente, una combinación semejante de unidad y diversidad. Ni el mundo anglosajón, cada vez más fracturado por la lógica del mercado y la ideología de la culpa woke, ni el islam, atrapado en sus diversas facciones teocráticas, ofrecen un modelo alternativo de civilización que conserve continuidad histórica y capacidad de síntesis.

La fuerza de la Hispanidad reside precisamente en su origen mixto: nació del encuentro –y del conflicto– entre Europa, América, África (si incluimos a Guinea Ecuatorial), entre pueblos que se desarrollaron en un mismo proyecto político universal. De ese proceso se configuró una forma singular de racionalidad, una manera de entender la política, el derecho y la religión como dimensiones entrelazadas de una misma realidad. De ahí que la lengua española no sea sólo un medio de comunicación, sino una forma de pensamiento que estructura el mundo. De ahí su importancia ontológica, política, histórica y económica.

Quienes hoy pretenden disolver esa herencia cometen un error doble: los progresistas, al querer sustituirla por el multiculturalismo anglosajón; y los identitarios, al reducirla a una cuestión de fronteras y fenotipos. Ambos, en el fondo, son funcionales al dominio extranjero: los primeros al imperio cultural de Estados Unidos, los segundos al repliegue tribal que impide toda cooperación efectiva entre las naciones hispanas. Porque la Hispanidad no exige fronteras abiertas ni indiferencia ante la inmigración descontrolada. La defensa de lo hispano no implica aceptar el caos inmigratorio que algunos usan para destruir las naciones desde dentro. Pero tampoco consiste en negar los lazos históricos con las naciones hispanas y preferir al europeo nórdico antes que al hermano de lengua y cultura. Defender la Hispanidad es, precisamente, defender la soberanía de cada nación hispana frente a las fuerzas que buscan someterlas –ya sea mediante la deuda, la ideología o la sustitución cultural–, y al mismo tiempo afirmar su vínculo político y civilizatorio común.

España, en este contexto, sólo puede recuperar su lugar en el mundo si deja de renegar de su propia herencia y asume la Hispanidad como una dimensión constitutiva de su identidad. No como un recuerdo del pasado, sino como una plataforma de futuro. Porque lo hispano no es sólo lo que fuimos, sino lo que aún somos en potencia: una comunidad capaz de pensar y actuar con criterio propio en un mundo, por emplear esta terminología de moda, cada vez más multipolar (cosa que siempre ha sido, por otra parte). La negación de la Hispanidad –ya sea por la culpa de los unos o el racismo de los otros– equivale a la autodestrucción. Significa renunciar al único marco histórico que puede articular nuestras naciones en una red de cooperación real. Sin esa base común, cada país hispano queda condenado a ser una pieza más del tablero global: dependiente de Washington, de Bruselas o de Pekín, sin proyecto ni voz propia.

Por eso, frente a esa disolución, la Hispanidad ofrece una vía política y cultural para recomponer la soberanía de cada nación hispana. No se trata de soñar con una federación de las naciones hispanas ni de un sueño utópico, sino de una alianza estratégica fundada en la historia y la realidad lingüística, económica y cultural de nuestras naciones. En un mundo donde el poder ya no se reparte sólo por la fuerza militar, sino también por la capacidad de dar sentido a los planes y programas políticos, la Hispanidad es una reserva de significado y cohesión que aún no hemos sabido activar. Por eso celebrar el 12 de octubre no es un gesto de nostalgia ni de orgullo vacío. Es afirmar la vigencia de una civilización que, a pesar de sus fracturas, sigue viva y ofrece una salida frente al caos. Negarla, en cambio, es aceptar sin resistencia la disolución en el mercado global o en la teocracia islamista. La Hispanidad no es el pasado que pesa, sino la posibilidad que aún late. Una veintena de naciones, una lengua y una historia que, unidas, podrían representar el único espacio geopolítico capaz de sostener una idea de civilización propia frente al mundo que viene.

Emmanuel Martínez Alcocer