La propaganda contemporánea ha convertido la inmigración en su pócima milagrosa, el nuevo bálsamo de Fierabrás capaz de curar todos los males del declive demográfico y la despoblación. Según el dogma mediático imperante, bastaría abrir las puertas para que los pueblos vacíos resuciten, las escuelas vuelvan a llenarse de niños y los valles se repueblen con jóvenes vigorosos llegados desde todos los rincones del mundo. Y el problema no es la inmigración en sí, sino la fe ciega con que se invoca como remedio universal.

En el caso de regiones españolas como Asturias o Galicia, áreas con una población envejecida y baja tasa de natalidad, ese discurso resulta particularmente inquietante. Los gobiernos locales y su prensa afín no esconden sus planes, que pasan por reanimar esos territorios importando mano de obra precaria, como si la demografía fuera un mercado de piezas de recambio, mientras no ponen fin a la sangría de españoles jóvenes y preparados que marchan cada año buscando mejores oportunidades.

En este punto conviene recordar un dato incómodo: España es uno de los países de la OCDE que recibe una inmigración menos cualificada. Según Funcas, apenas un 30% de los inmigrantes tiene estudios superiores, mientras que más del 40% no llega al nivel de educación secundaria. La mayoría de los recién llegados no puede, por tanto, incorporarse al tejido productivo que exige la economía digital. No lo digo con desprecio, sino con pura lógica. Si el futuro de una gran parte del empleo cualificado depende de la tecnología, la robótica y la inteligencia artificial, ¿cómo va a sostenerse con una inmigración que llega con déficits formativos graves, incluso con analfabetismo en su propia lengua?

El mito de que “llenarán los colegios” también se derrumba tras un primer análisis. La natalidad de las poblaciones inmigrantes tiende a converger con la local en apenas una generación. Es decir, los hijos de esos nuevos vecinos adoptan los mismos hábitos reproductivos que los españoles, incluyendo el retraso de la maternidad y la reducción del número de hijos.

Tampoco es cierto que “sostendrán las pensiones”. Para que el sistema se equilibre, se necesitarían millones de cotizantes con salarios estables y prolongada permanencia laboral, precisamente de esos empleos más cualificados y con mayores salarios que citaba anteriormente. Pero la realidad es otra, los inmigrantes en España sufren una tasa de desempleo superior a la de los nacionales (15,7 % frente a 10,35 %, en 2024). Sus empleos se concentran en sectores de baja productividad y su base de cotización es reducida. Pretender que ese segmento financie el sistema de pensiones de un país en declive demográfico es una fantasía contable.

Lo cierto es que el argumento demográfico “moralista” —esa mezcla de sentimentalismo y culpabilidad colectiva— se ha convertido en una coartada para eludir los problemas estructurales. Muchos políticos repiten que sin inmigración “no habría quien cuide a los mayores” ni quien “trabaje en el campo”. Pero si el campo se sostiene únicamente a base de salarios de subsistencia pagados a inmigrantes, entonces no estamos salvando el medio rural, sino que lo estamos condenando a la servidumbre económica. No hay revitalización sin dignificación del trabajo ni sin arraigo cultural.

Ante esta situación, creo que es preferible atravesar un valle demográfico propio antes que incrementar la población mediante la inmigración masiva, algo que al final llevará a sustituir la población autóctona. De hecho, los pueblos europeos han pasado por retrocesos demográficos durante guerras o crisis, y luego han renacido. Miren el caso de Polonia o Alemania tras la II Guerra Mundial. La clave no está en negar la pérdida temporal, sino en mantener la continuidad espiritual que permita luego un renacimiento.

Pero para lograr esto, primero es imprescindible reescribir el relato dominante. En la España contemporánea, tener hijos se considera un sacrificio, casi una pérdida de libertad individual. La familia se ha reducido a un problema logístico del que los humoristas suelen hacer mofa: horarios, hipotecas, gastos, etc. Mientras tanto, el discurso oficial se limita a repartir migajas fiscales que no modifican la mentalidad. Lo que falta no es dinero, sino un nuevo horizonte simbólico. La familia debe recuperar su sentido épico. Fundar tu propia saga, prolongar una cultura, participar en una historia mayor que tú mismo. Esa es la verdadera política natalista, la única que no se compra con subvenciones.

En regiones de fuerte tradición y cierto aislamiento histórico, como las citadas Asturias o Galicia, esa sustitución progresiva de población equivale a la amputación cultural. No se trata de “pureza racial”, sino de continuidad cultural. Un pueblo no sobrevive por su número, sino por la fidelidad a sus símbolos, su lengua y su memoria colectiva. Si el español desaparece de las aldeas, aunque los caseríos se llenen de acentos ajenos, lo que muere no es la población, sino la civilización que la sostuvo.

Por todo esto, una política demográfica seria debería pasar por reformas fiscales, vivienda accesible, conciliación laboral, educación patriótica y un relato que devuelva prestigio a la maternidad y a la familia.

Importar población para tapar el agujero de la natalidad es una huida hacia adelante. No soluciona el problema, solo lo aplaza hasta que el modelo colapse por su propia incoherencia. España no puede basar su futuro en una pirámide humana sostenida por la precariedad. O asume la gravedad del vacío demográfico, sufre la enfermedad y decide tomar la medicina de poblarse a sí misma, o renunciará, lentamente, a ser ella misma.

Ignacio Temiño