El pasado 19 de noviembre, el Pleno del Congreso aprobó el proyecto de la conocida como Ley Celaá, o Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE). Con esta norma se modifica la vigente LOMCE, o Ley Wert, aprobada en 2013 por el entonces gobierno del Partido Popular. Al tratarse de una ley orgánica se requiere para su aprobación la mayoría absoluta de los 350 diputados que conforman la Cámara Baja, mayoría que obtuvo, sin problema alguno el actual ejecutivo. El proyecto de ley contó con el voto a favor de 177 diputados pertenecientes a PSOE, Unidas Podemos, ERC, PNV y Más País. Es decir, casi todos los socios del gobierno de Pedro Sánchez Pérez Castejón. Decimos casi, porque faltan algunos con los que el gobierno de Sánchez sí ha contado para la aprobación del primer trámite de los Presupuestos Generales del Estado para 2021, como son EH Bildu y Ciudadanos.

A lo largo de la norma que nos ocupa, aparecen constantes referencias a la tan cacareada Agenda 2030 y a lo que esta considera una educación inclusiva y equitativa de calidad. Tanto la Agenda 2030 como la propia Ley Celaá presentan todo un catálogo de indefiniciones, vaguedades y afirmaciones metafísicas al referirse a la educación. En ambos textos se señala que esta debe centrase en lograr vivir una vida fructífera, para poder llegar a adoptar decisiones importantes y afrontar y resolver problemas planetarios (sí, aunque parezca increíble, la Agenda 2030 emplea el término planetario) siempre por supuesto, a través de la educación para la ciudadanía global. No puede hablarse de la educación en términos más abstractos e indeterminados, y no es en absoluto casual que se hable de ciudadanía global o mundial.

Todo con tal de no hablar de España y de la nacionalidad o ciudadanía española. Pero esto no es nuevo. La Ley Celaá avanza en el proceso iniciado en 1978. Concretamente, el artículo 2 de la Carta Magna al hablar de “nacionalidades” ya abre el camino para todo lo que ha venido después. Camino para cuyo recorrido los artículos 148, 149 y 150.2 han sido cruciales, permitiendo la transferencia continua de competencias del Estado a las Comunidades Autónomas. No olvidemos que en 1992 el entonces presidente del gobierno Felipe González y el líder de la oposición José Mª Aznar, firmaron el segundo gran pacto autonómico, acordando transferir 32 competencias a las comunidades autónomas. Una vez ganadas las elecciones en 1996 Aznar, lejos de parar este proceso, continuó con él, descentralizando competencias como la educación no universitaria, a cambio del apoyo de Ciu en su investidura.

Por tanto, no debe extrañamos el tratamiento que del español hace la Ley Celaá. Dentro de las muchas cuestiones desarrolladas por la misma, es imprescindible destacar este aspecto. No cabe duda: la ley elimina el español como lengua oficial y vehicular de la educación. Por mucho que se trate de negar esta cuestión, es irrebatible. La Ley establece que el castellano y las lenguas cooficiales tienen (en plural) la consideración de lenguas vehiculares, de acuerdo con la normativa aplicable. Es decir, desaparece la referencia al castellano (o español) como lengua vehicular de la enseñanza en toda España, como establecía la anterior norma. Se deja en manos de los Estatutos de Autonomía la determinación de la lengua vehicular, y en el caso del Estatuto de Cataluña, esta es sin duda, el catalán. Por tanto, se blinda la inmersión lingüística en Cataluña, dotado de fuerza legal a esta inmersión.

No nos engañemos, imponer el catalán como obligatorio sobre el español, supone una coacción para quien no habla catalán y es un paso más en el imparable proceso secesionista. Nada menos que a través de una ley orgánica se permite que en Cataluña se establezca como lengua vehicular únicamente el catalán. Como dijo Gustavo Bueno, toda exigencia que imponga el catalán como obligatorio sobre cualquier otro idioma, prejuzga ya que Cataluña debe definirse como una entidad cuya esencia puede concebirse al margen de España y del castellano, y esto es sólo una burda petición de principio, un puro voluntarismo.

Hablando de coacciones, recordemos unas recientes declaraciones de Alicia Padín, coordinadora de la Rede de Dinamización Lingüística de Galicia, ente dependiente de la Consejería de Educación del gobierno que preside el popular Alberto Núñez Feijóo. En una entrevista la coordinadora afirma sin tapujos que ninguna persona culta debería atreverse a hablar en público en castellano. Viniendo de la responsable de un organismo dependiente del gobierno autonómico, sin que por el momento dicho ejecutivo haya reprobado a la coordinadora, parece que no están en desacuerdo con sus declaraciones. Seguimos por tanto la senda ya iniciada, a la que antes nos hemos referido, aunque en este caso disfrazada de lo que el presidente gallego denomina bilingüismo cordial, que no es tal, ya una responsable dependiente de su gobierno aboga por no atreverse a usar el español.

No cabe duda: a través de las sucesivas transferencias en materia de educación y con el remate de la Ley Celaá, la segregación del idioma español, lengua común de todos los españoles, parece irremediable. Muchos de los que en otros momentos fueron gobernantes, indignados estos días con esta Ley, son responsables, tanto por acción como por omisión. Por tanto, sus declaraciones son un acto más de hipocresía, ya que no hemos llegado hasta aquí por pura casualidad, sino por sus continuas concesiones a los nacionalistas, a cambio de diferentes pagos. No se trata solamente de la segregación del idioma español; continuamos en el camino de la segregación de España, si no se remedia.

Teresa Chinchetru del Río