Alfonso Guerra, al referirse al triunfo del alma catalanista del socialismo catalán, habló del rapto de la Federación Catalana del PSOE por el PSC
MIQUEL PORTA PERALES
Día 17/12/2010
Desde su fundación —el 16 de julio de 1978, fruto de la unificación del Partit Socialista de Catalunya (Congrés), el Partit Socialista de Catalunya (Reagrupament) y la Federación Catalana del PSOE—, el Partit dels Socialistes de Catalunya ha vivido una serie de querellas internas entre las llamadas almas catalanista y españolista. Ya en su origen apareció el conflicto entre la tradición socialista catalana y la española. La primera —anticentralista y antiestatista— bebía en las fuentes del catalanismo, el anarcosindicalismo, el cooperativismo, la autogestión y el cristianismo social. La segunda —centralista y estatista— procedía del obrerismo clásico made in PSOE. Este conflicto inicial se resolvió en el II Congreso del PSC (1980) con el triunfo de los catalanistas frente a los miembros de la antigua Federación Catalana del PSOE que entendían que el partido no debía ser nacionalista. En su día, Alfonso Guerra, al referirse a este triunfo, habló del rapto de la Federación Catalana del PSOE por el PSC. Vale decir que el PSOE reconoció las resoluciones procatalanistas del Congreso.
La Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA, 1981), rechazada por el PSC catalanista y asumida por el españolista, que se negó a trasladar al PSOE las enmiendas aprobadas por la Ejecutiva del socialismo catalán, dio lugar al segundo conflicto. La victoria del PSOE en las generales de 1982 restauró la unidad perdida. Unidad que se explica por la hegemonía del alma catalanista (Raimon Obiols o Narcís Serra) en detrimento de la españolista (Ernest Lluch, Eduardo Martín Toval, Josep Maria Triginer). En el VII Congreso del PSC (1994), el alma españolista —los «capitanes»— ganó la partida a la catalanista. El detalle: el alma españolista controlaba el partido, pero la cúpula seguía en manos de catalanistas como Raimon Obiols o Narcís Serra. Finalmente, en el IX Congreso (2000) los capitanes destronaron a los catalanistas y José Montilla fue nombrado primer secretario del PSC. Cierto es: el catalanista Pasqual Maragall fue candidato a la Generalitat y presidente de la misma en 2003. Duró lo que duró y se le apartó cuando convino.
Llegado al poder, el PSC de Montilla vivió una singular mertamorfosis. El PSC —¿oportunismo? ¿conversión sobrevenida?—, en lugar de marcar diferencias con el nacionalismo, se subió al carro. La resurrección del alma catalanista ha tomado cuerpo en la política lingüística, educativa y cultural de la Generalitat. Y en el amago de insumisión ante la sentencia restrictiva del TC sobre el Estatuto. Lo que resulta sorprendente es que esta Santa Alianza entre socialismo y nacionalismo se empaquetara y vendiera como una manifestación del progreso. Que el invento no funcionaba, lo constató el propio Montilla cuando, en plena precampaña electoral, cambió el discurso, la táctica y la estratégica distanciándose del nacionalismo. El alma españolista despertó tarde y el 28 de noviembre pasó lo que pasó. El PSC, además de hacer frente a la crisis ideológica que padece la izquierda, debe decidir cuál es la sustancia que informa su cuerpo. Es decir, cuál es su alma. Lo dijo el filósofo Antonio Machín: no se puede tener dos amores a la vez y no estar loco. No se puede tener dos almas a la vez sin perder proyecto, votos, elecciones, cargos, presupuesto y poder. El problema no es teológico, sino político.