El Imparcial

El vicepresidente de la Comisión Europea, Olli Rehn, que desempeña la cartera de Economía, es tan competente como experto en dar una de cal y otra de arena. Por lo que hace a España, multiplica las afirmaciones positivas referidas a la política de restricción del gasto público que está llevando a cabo el Gobierno, pero las entrevera con serias advertencias de que si no se hacen más “recortes” no se alcanzarán ni este año ni el próximo los objetivos de déficit fijados. La semana pasada fue muy categórico, en este sentido, y aludió a la necesidad de un nuevo “zarpazo” del orden de los 11.000 millones de euros. Y precisó incluso de dónde había de obtenerse ese nuevo “recorte” al afirmar, literalmente, que era necesario “restringir el excesivo gasto de los gobiernos regionales, aplicando estrictamente la ley de estabilidad financiera”. A partir de ahí —y, desde luego, no es una novedad- se deduce, sin demasiado esfuerzo, que si España no ha logrado recuperar totalmente su credibilidad y si los hechos y promesas del Gobierno de la Nación no logran todavía restablecer la confianza en la deseada y esperada plenitud en las instituciones europeas y en los mercados, es por la deplorable imagen que proyecta la estructura territorial española. Una imagen que a veces recuerda más la del Imperio Romano-Germánico -en el que sus entidades territoriales, pretendidamente soberanas, se dedicaban a permanentes conflictos de preminencia, carentes de un efectivo poder central- que a la de un Estado moderno propio del siglo XXI.

El gran reto que tiene España en estos inicios de un nuevo milenio —y ya va siendo hora- es que esta Nación, que con razón y sólidas bases históricas es considerada la más antigua de Europa, lleve a cabo lo que los liberales del siglo XIX no fueron capaces de hacer, víctimas de los viejos residuos y reflejos feudales: Una Nación de personas libres e iguales, sometidas a las mismas leyes, dotadas de los mismos derechos y obligadas por los mismos deberes. Nada de eso es incompatible con la autonomía de las regiones (y de las “nacionalidades”, añadió la Constitución, sin explicar en qué se distinguían ambas categorías) que era una novedad positiva si se hubiera aplicado conforme al espíritu de los constituyentes. Pero la falta de experiencia y lo radical de la innovación impidieron que se previeran y aplicaran los necesarios contrapesos, sin los cuales la viabilidad del experimento se hacía, por lo menos, dudosa. Y no solo eso sino que, en los treinta años transcurridos desde la puesta en marcha del modelo, se ha producido un innegable proceso de degradación. El gran hallazgo que fue el sistema autonómico se ha convertido en un pesado lastre para la modernización del Estado. Bastan unos pocos ejemplos, aunque se podrían añadir muchos más.

En los debates constituyentes se rechazó expresamente el supuesto derecho de autodeterminación sobre la base de que el único sujeto posible de autodeterminación era la Nación española en su conjunto, que se había ido “autodeterminando” a lo largo de su prolongada historia. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que en los Parlamentos regionales de Cataluña y del País Vasco apareciera ese concepto —la autodeterminación- extraño no solo al texto constitucional, sino al derecho histórico español. Al calor de esos debates se percibió que en España no había ni atisbos de ese indispensable elemento en un Estado compuesto que es la “lealtad institucional”, según la denominan en Alemania. Los poderes regionales va a lo suyo: basta recordar lo de aquella diputada canaria que dijo aquello de “estos presupuestos son buenos para Canarias pero malos para España”. Nada de eso ha impedido que, en un alarde que solo se puede calificar como hipocresía, alguno de esos partidos que predican lo que ahora ya se llama “soberanismo”, se hayan presentado como campeones de la gobernabilidad de un Estado del que aspiran a separarse. Un soberanismo, por supuesto, no menos extraño al espíritu y a la letra de la vigente Constitución y, dicho sea de paso, de todas las Constituciones que aquí han existido en doscientos años.

Como un elemento más de esta deriva autonómica hacia el soberanismo, ha resultado muy seriamente dañada la unidad de mercado, en un proceso de perversión jurídica que tiene graves consecuencias económicas para el conjunto de la Nación y que resulta insólito —y, si no fuera tan perjudicial, habría que decir que pintoresco- en una Unión Europea que ha apostado por la unidad de mercado como su primer gran objetivo. En la cada vez más coherente geografía política europea que es como un gran mosaico que tiende a la homogeneidad, España aparece, por el contrario, como un incomprensible puzle o rompecabezas que, literalmente, “rompe la cabeza” y desanima, cuando no provoca la huida, de cualquier observador interesado. La seguridad jurídica que, con toda la razón, nosotros exigimos a los países donde invierten las empresas españolas, aquí se ve afectada por la pluralidad de normativas y la descorazonante complejidad de las diferentes reglamentaciones. Ni adrede se podría haber hecho algo tan desalentador para la inversión extranjera.

Los nacionalismos vasco y catalán —ahí están el fracasado Plan Ibarreche y el más exitoso Estatuto Catalán- pretenden imponer un sistema confederal que no solo no tiene cabida en nuestra Constitución sino que sería rechazado por una UE, que ya tiene suficientes complejidades en su seno. Pretender que la UE acepte como miembro de pleno derecho al fruto de una hipotética secesión es una aspiración irrealizable. Que estudien estos secesionistas el caso de Québec y la doctrina emitida al respecto por el Tribunal Supremo de Canadá (más serio y riguroso, por cierto, que nuestro Tribunal Constitucional), ¿o es que aspiran a la suerte de un Estado paria como Kosovo? Cualquiera que sepa un poco de historia sabe que las confederaciones son naturalmente inestables y que duran poco; o bien se convierten en un Estado federal, como los Estados Unidos, o se disuelven por la independencia de sus componentes. ¿Habrá que recordar todavía que Suiza, aunque se siga llamado Confederación, es un Estado federal? Prefiero no tener que recordar que un Estado joven, como eran los Estados Unidos en 1860, no permitió la secesión unilateral de su parte sur, aunque mentalidad y modo de vida no podía ser más diferentes que los del norte. Es solo un ejemplo de cómo actúan los países serios y cuán peligroso es jugar con manipulaciones de la historia o intentar dar la vuelta, caprichosamente, a sus seculares veredictos. Que el presidente de una comunidad, que es el máximo representante del Estado en la misma “juegue a la contra”, como aquí hacen los nacionalistas y otros que no lo son es tan inconcebible como bochornoso.