La Voz de Barcelona
Desde la restauración de la democracia, la presión política contra los castellanohablantes en Cataluña se ha ido intensificando de forma gradual. Durante los años 80, el Gobierno autonómico, capitaneado por Jordi Pujol, inició un proceso para convertir al catalán, de facto, en la única lengua de uso normal por parte de la Generalidad. En esa época, se estableció la exigencia generalizada de acreditar un nivel C de catalán -el segundo más alto en un baremo de cinco niveles- para trabajar en la Administración autonómica.
A principios de los años 90 concluyó la extensión del modelo de inmersión lingüística escolar exclusivamente en catalán a toda la geografía catalana. Una década después, se empezó a multar a los empresarios que no utilizaban el catalán en sus comercios, hasta el punto de que el año pasado se cerró con un récord de sanciones lingüísticas. Y hoy en día es casi imposible acceder a una beca o una subvención de cualquier tipo por parte de la Generalidad para realizar alguna actividad en español, a pesar de que es lengua oficial en Cataluña junto al catalán.
Sorprendentemente, este tipo de acciones se han producido no solo de la mano de formaciones nacionalistas, como CiU, sino también con el PSC al frente de la Generalidad. Además, ni el Gobierno, ni las leyes, ni las sentencias de los tribunales, que han declarado ilegales una y otra vez este tipo de actuaciones, han conseguido, de momento, evitar que se sigan cometiendo estos abusos.
Contra la oficialidad del español en Cataluña
Una de las reivindicaciones clásicas por parte de los sectores más radicales del independentismo catalán, que incluso organizaciones como la Crida reclamaban hace tres décadas, ha sido la de suprimir la oficialidad del castellano en Cataluña. De hecho, no hay que remontarse demasiado en el tiempo para constatar que este es un objetivo que se mantiene, como nos recuerda Jaume Sobrequés, ex militante histórico del PSC y actualmente en la órbita de CiU.
Sin embargo, en los últimos tiempos, una parte del independentismo -y no precisamente la más moderada-, ha empezado a preguntarse si esta política es útil para conseguir sus objetivos. Especialmente porque, tras treinta años de nacionalismo lingüístico, la mayoría de los catalanes sigue teniendo el español como lengua habitual.
‘¿Usted daría apoyo a un político que no hablase nunca en su lengua?’
El domingo pasado, Eduard Voltas, ex secretario de Cultura de la Generalidad -bajo cuyo mandato el Grup Cultura 03, para el que había trabajado anteriormente y con el que vuelve a colaborar actualmente, recibió subvenciones multimillonarias por parte del Gobierno autonómico-, en las páginas del diario Ara, llegaba a una curiosa conclusión: ‘Defiendo que, en el camino de la victoria [de la secesión de Cataluña], el catalanismo ha de abrazar la lengua castellana‘.
Su tesis es muy sencilla:
‘¿Usted daría apoyo a un político que no hablase nunca en su lengua? ¿Se apuntaría a un proyecto que emitiese señales de que amar las cosas que usted ama, o incluso, de menospreciar las cosas que usted ama? […] Si yo fuese un catalán de identidad española, ante la hipótesis de la independencia estoy seguro de que me preguntaría: de acuerdo, con la independencia viviríamos mejor, pero en este Estado catalán que me proponen, ¿yo podré continuar siendo yo? ¿Mi lengua, mis costumbres, mis referentes, serán respetados y asumidos como propios por el nuevo Estado? ¿O serán tratados como una molestia, como una anomalía que se ha de ignorar o superar? […] El futuro Estado catalán no se puede construir sobre la base de la alergia a la diversidad interna, sino de su plena asunción, porque en caso contrario se convertirá en inviable. Lo que propongo es neutralizar este riesgo desde ahora mismo, dar un paso adelante y asumir el castellano como una cosa propia. No digo tolerarlo, no digo soportarlo como una especie de fatalidad histórica que nos ha tocado padecer, no digo simplemente respetarlo, sino convertirlo en un activo, tratarlo como un elemento definitorio de la Cataluña de hoy y de mañana. Incorporarlo al relato del país [por Cataluña] del futuro. Encajarlo en nuestro proyecto de Estado’.
‘Allí hablan solo una lengua, y aquí… aquí hablamos dos’
Voltas ha reconocido que ‘si analizamos honestamente nuestros mecanismos profundos, muchos catalanistas (hablo de líderes políticos, civiles y culturales, de articulistas y creadores de opinión, pero también de la buena gente de la base social) deberíamos admitir que perciben el castellano como una amenaza para el catalán, o bien como una cosa de fuera, o bien como un símbolo de opresión política secular. Y se les nota, aunque sea un reflejo inconsciente. Y como se les nota, generan desconfianza en mucha gente‘.
Y ha llegado a la conclusión de que al independentismo le hace falta ‘un cambio sincero de actitud’ para ‘mimar’ la ‘lengua propia y amada de, al menos, la mitad de nuestros compatriotas’, que ‘además es un activo económico brutal’. Su propuesta pasa por ‘explicar que la Cataluña independiente continuará siendo como mínimo bilingüe’, que ‘será un espacio rigurosamente garantista de los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos’ y que ‘el castellano continuará siendo oficial’. ‘Toda la vida le hemos dicho al mundo que somos diferentes porque allí hablan castellano y aquí hablamos catalán. Pues bien, tal vez en realidad la auténtica diferencia es que allí hablan solo una lengua, y aquí… aquí hablamos dos’, ha añadido.
‘Pensar en qué nos une a todos los catalanes’
Al día siguiente, el director del diario, Carles Capdevila, recogía el testigo de Voltas y señalaba:
‘El del castellano es uno de los últimos tabúes del catalanismo, y que nos atrevamos a abordarlo en positivo, no solo con respeto sino con afecto y convicción, añadiría nuevos elementos a los argumentos económicos para gestar un modelo soberano atractivo, integrador y vencedor. Entiendo y comparto algunos recelos porque la nuestra ha sido y es una lengua amenazada, pero tal vez se trata de dejar de caer en la trampa de actuar a la defensiva y hacerlo al ataque. No pensar tanto en tensiones con Madrid sino en qué nos une a todos los catalanes. No es la cantinela de caer bien a [el resto de] España, es la de cohesionar Cataluña para abordar el futuro siendo muchos, menos recelosos y aspirando a todo. Sí, es ser generosos una vez más, pero no para seducir afuera, para sumar adentro. ¿Hablamos?’.
Otros columnistas se han sumado a la propuesta. Joan Vila i Triadú, compañero de Voltas en el Grup de Periodistes Ramon Barnils, también se muestra de acuerdo con él en un artículo publicado en Nació Digital: ‘Empiezo a creer, como Voltas, que nos equivocamos. Tener estado no asegura la supervivencia de la lengua débil (miremos lo que pasó en Irlanda hace un siglo con el gaélico y el inglés). No hay bastante con medidas legales: obligar a rotularlo todo en catalán, dictar normas que aseguren cuotas mínimas en determinados sectores ahora muy poco equilibrados (justicia, cine…). Todo esto probablemente habrá que hacerlo, no digo que no, pero mientras no tengamos los instrumentos jurídicos adecuados, es mucho más urgente conseguir la adhesión voluntaria y convencida de buena parte de la ciudadanía de identidad española o latinoamericana (y por tanto, castellanohablante) hacia nuestro proyecto independentista. Y tal vez solo les convenceremos si les demostramos con hechos que el castellano tendrá el estatus de lengua oficial, no residual ni perseguida, en el futuro Estado catalán. Y que sus derechos lingüísticos individuales están garantizados, al contrario de lo que pasa ahora con los derechos de los catalanohablantes’.
¿Una nación, una lengua?
Incluso Sebastià Alzamora, escritor al que difícilmente se puede calificar de moderado en estas cuestiones, no ha tenido más remedio que darle la razón a Voltas:
‘El sueño de una Cataluña monolingüe, a imagen y semejanza de la Francia jacobina que conocemos y de la España igualmente jacobina que todavía insiste en seguir el modelo del Estado vecino, sencillamente ya no es válido. La realidad es la que es, y el catalanismo que todavía pone sobre la mesa la carta jacobina que identifica una sola nación con una sola lengua, sencillamente está fuera de juego. Cataluña puede convertirse en una sola nación con un solo estado, pero lo que no podrá ser nunca de ninguna de las formas es una sola sociedad con un solo idioma’.
Al final, y paradójicamente, tal vez sea el independendentismo más radical, el que de verdad está convencido de que la secesión de Cataluña está a la vuelta de la esquina, el que consiga -aunque sea por su propio interés, y no por creer en el respeto de los derechos de los castellanohablantes catalanes- lo que otros no han logrado. La sinceridad de sus propuestas es muy fácil de comprobar: bastaría con que, por ejemplo, iniciasen una campaña para exigir a la Generalidad que acate y cumpla las sentencias de los tribunales que obligan a restablecer el bilingüismo escolar.