A Pablo Iglesias II, que nosotros llamamos Turrión, le «incomoda enormemente» que se reivindiquen las corridas de toros como «práctica cultural», según afirmó el jueves 14 de mayo en su comparecencia en la Comisión de Derechos Sociales del Senado. Para Turrión las corridas se reducen simplemente a algo donde «hacer mucho daño a un animal es un espectáculo, para que disfrute la gente». No es ni mucho menos la primera vez que nuestro protagonista se pronuncia contra la tauromaquia, pero sí se ha estrenado haciéndolo como vicepresidente segundo del Gobierno y en sede parlamentaria.  

Turrión se mueve bajo el lema «la tortura no es cultura», y con ello muestra que es preso del mito de la Cultura, en el sentido de interpretar la Cultura como algo sacrosanto, puro, noble, incruento, sublime, bueno y bondadoso (porque algo es sagrado e intocable por el mero hecho de ser cultura, ante lo cual hay que arrodillarse). Por lo tanto, un espectáculo cruento como una corrida de toros queda fuera de su idílica Idea de Cultura, como también quedarían fuera de la misma la guerra y la silla eléctrica, e incluso la guillotina, y no digamos el castizo garrote vil; y suponemos que el boxeo, la lucha libre, las peleas de gallos o de perros organizadas por humanos y todo espectáculo cruento.

Pero no hace falta que la tauromaquia se reivindique como una «práctica cultural», porque ya lo es. La tauromaquia es cultura, es decir, no es naturaleza. Y tampoco el toro de lidia brota de la naturaleza, puesto que se trata de un animal que no podría existir sin la tauromaquia, esto es, sin el cuidado humano.

La fiesta de los toros ha generado obras en todas las bellas artes: desde la escultura hasta el cine. «Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo», decía Federico García Lorca. Y no sólo es la fiesta nacional española, pues en Francia -la nación que según un afrancesado Turrión nos enseñó la democracia- la fiesta taurina es considerada ni más ni menos como Patrimonio Histórico Cultural.  

El podemita añadía que del mismo modo que un niño no puede entrar a ver una película X, tampoco debería ver cómo se mata a un animal en una cacería o en una corrida de toros (ni tampoco -le faltó decir- a los cerdos morir en el matadero o en una «matanza» que lleva a cabo una familia, como es costumbre). A su vez, el líder morado compara a la tauromaquia con el patriarcado y el machismo en tanto «manifestación ancestral».

A este señor que nos susurra le parece «magnífico» que los ciudadanos puedan elegir «de manera democrática» y no por decretazo la celebración o prohibición de los toros: «Que la gente decida, que la gente vote. Que sean los españoles los que decidan qué tipos de espectáculos se producen o no». Pero no piensa en un referéndum a nivel nacional, donde sabe muy bien que la batalla está perdida (¿cómo el pueblo español iba a votar contra «la fiesta nacional»?), sino, como buen autonomista-filoseparatista, pueblo a pueblo, y así conseguir que al menos se prohíba en algunos sitios (como se hizo en Cataluña).

Aunque piensa que la mejor manera de acabar con los toros no es la prohibición sino la no subvención. Cosa que ya venía defendiendo y proponiendo desde antes de entrar en el Gobierno. E incluso en el BOE se contempla un «Código de Protección y Bienestar Animal», donde se habla del «respeto, la protección y la defensa de todos los seres vivos». ¿Debemos ser respetuosos incluso con los ácaros? ¿O dónde está el límite? La lucha por los «derechos de los animales» es propia de una sociedad opulenta. Con la enorme crisis económica que viene es muy razonable suponer que las cosas van a cambiar bastante y habrá menos margen para propuestas nescientes y disparatadas. No hay nada más listo que el hambre.    

Se decía que si gobernasen los podemitas España sería como Venezuela, que prohibirían la Semana Santa, los toros, la caza y el turismo. La pandemia ha hecho que las temidas pesadillas de algunos y los alocados sueños de otros se hagan realidad. Ni Semana Santa, ni turismo ni toros, y camino de Venezuela (sin petróleo). En enero de 2018 muchos se llevaron las manos a la cabeza porque se creían que iban a prohibir la caza en una Proposición de Ley, pero sólo pedían que no se maltratase inútilmente a los animales (cosa que no hace falta que venga la clericalla podemita a enseñárnoslo; y eso los cazadores lo saben mejor que nadie, y también los toreros).   

Ir contra la tauromaquia se puede hacer de dos formas: desde una perspectiva circular; es decir, por temor a la vida de los seres humanos que se exponen a la muerte ante el toro, como se quejaba antaño la Iglesia postulando que la vida es un don de Dios y que es pecado ponerla de ese modo en peligro; y desde una perspectiva angular, propia de los tiempos modernos, donde lo que se defiende es la vida del toro. Pero esta forma de antitaurinismo está pensada directa y paradójicamente contra los toros mismos, porque sin el fin del espectáculo en las plazas no sería criado el toro de lidia (símbolo totémico español situado entre las provincias sobre la llamada «piel del toro»).

Este animal vive durante cinco años en condiciones óptimas (que ya la quisieran muchos animales e incluso muchos humanos), y se trata de un producto destinado a la plaza, donde incluso tiene la posibilidad de ser indultado. Y no es lo mismo morir en la plaza que en el matadero. Para la cría de estos animales se han construido unos espacios llamados dehesas que son inigualables. Por tanto es sorprendente que los podemitas, que tanto se llenan la boca con el «medio ambiente» y el «ecologismo», quieran acabar con el mundo taurino porque acabar con éste es contribuir a la extinción de dicha especie animal y de tan majestuosos campos. ¿Y cuál es la alternativa a la dehesa? ¿El campo de golf de los ricos que tanto dicen que les «incomoda enormemente»?

No sólo los toreros viven del toro, pues para que la tauromaquia sea posible están detrás  miles de agricultores, por supuesto el empresariado, el mundo del oro y de plata (para el hábito del torero), veterinarios, médicos y, entre otras cosas, medios de comunicación; es decir, supone una compleja estructura económica y laboral que produce gran riqueza, y en una crisis tan grave como la que se nos va a echar encima no se puede prescindir de esta actividad tan lucrativa que tanto dinero genera.  Aunque en principio la reanudación de las corridas va a estar complicada como el resto de actividades que requieren aglomeraciones.

Según la Asociación Nacional de Organizaciones de Espectáculos Taurinos (Anoet), las corridas supusieron un ingreso en la economía nacional de 4.150 millones de euros. El coronavirus, como ha hecho con casi todo, ha destrozado la temporada taurina y está destrozando la propia tauromaquia y en consecuencia a los propios toros, y el problema en las dehesas es enorme para mantener a los animales sin el funcionamiento de las plazas. Y éste también sería el resultado sin pandemia, si se prohibiese el espectáculo por el sectarismo podemítico.

   Daniel López. Doctor en Filosofía.