La mayoría de los españoles todavía no hemos tomado conciencia de que no disponemos un ordenamiento jurídico sólido para impedir un golpe de estado sino más bien uno diseñado a la medida de los que pretenden llevarlo a cabo. Vamos, que vivimos en un edificio ruinoso diseñado en gran medida por quienes quieren destruirlo.

Antes que nada interesa definir el concepto de golpe de Estado que estamos analizando. No se trataría de una acepción simplista, como sostienen los herederos de Pujol, de un militar con una pistola al cinto secuestrando a un parlamento o a un gobierno, sino, tal como afirmaba Kelsen (uno de los juristas más importantes del siglo XX) de “toda modificación no legítima de la Constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su remplazo por otra, siendo indiferente que esa situación se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del ­mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos”. Es decir, se trata de saltarse la más alta legalidad de naturaleza constitucional, con intención de subvertirla, a la torera.

En este contexto, en el calendado juicio al ‘procés’ se somete a enjuiciamiento la conducta de los procesados en relación con determinados delitos que en principio sólo tangencialmente tienen que ver con el golpe de Estado, básicamente porque no tenemos un código penal preparado para lo que todo el mundo veía que se iba a producir, más pronto que tarde, y los jueces, fiscales y acusaciones tienen que tirar como buenamente pueden.

En efecto, en relación a los responsables del desafuero del 1-O, en el juicio se fijarán los hechos que han cometido personalmente (y que se puedan demostrar) y en qué medida tales hechos han podido constituir conductas tipificadas como delitos por las figuras contempladas código penal. Así, se les acusan de:

1º.- Rebelión, valorándose si se los procesados realizaron o conspiraron para ello, un alzamiento violento y público para declarar la independencia de una parte del territorio nacional.

2º.- Sedición, es decir, si se han alzado pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuerza de las vías legales, la aplicación de las Leyes o de las resoluciones administrativas o judiciales.

3º.-Malversación, esto es, si han infringido un perjuicio económico al patrimonio público.

En el fondo, los graves hechos que han cometido presuntamente los acusados no se enjuiciarán por el Tribunal Supremo. Tales hechos son: la desobediencia (con ruptura unilateral de la legalidad) a todo el aparato del Estado, y en especial a las resoluciones que el Tribunal Constitucional dictaba tratando de frenar el disparate jurídico que se estaba perpetrando el Parlamento de Cataluña.

¿Y esto por qué? pues porque en el código penal, tristemente, la desobediencia a las decisiones judiciales con carácter general en España no es un delito, a diferencia de otros países de nuestro entorno, salvo que sea cometida por una autoridad o funcionario público, en cuyo caso conlleva penas insignificantes de inhabilitación, que para un político que no esté en activo supone nada, y multas de cuantía más bien escasa. Además y como colofón la desobediencia, de acuerdo con nuestras leyes procesales, no se enjuiciará en el Supremo sino en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, con toda la presión que, sin duda, ejercerán los antidemocráticos “lazis” a los que obviamente repugna la división de poderes y la independencia judicial.

Es penoso que en España no exista un mayor reforzamiento de la autoridad de nuestros tribunales en orden a exigir el cumplimiento de sus propias resoluciones. Además, no es comprensible que se castigue de igual modo el incumplimiento de resoluciones judiciales de un tribunal de instancia que las del máximo órgano judicial en materia de protección de la Constitución, esto es, el Tribunal Constitucional.

Para remate, esta cuestión se abordó en el año 2015, reformando la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional por la entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, y en fin, para exigir el cumplimiento de las resoluciones judiciales del Tribunal Constitucional, se concluyó que bastaría imponer multas de hasta 30.000 euros y amenazar con deducir testimonio por el ridículo delito de desobediencia. Un chollo para el que se propusiera dar un golpe de Estado. Eran  tiempos en los que el señor Junqueras masajeaba a nuestra Vicepresidenta, mientras debería estar preparando la puñalada.

Los parlamentarios tienen tarea legislativa pendiente para el siguiente golpe de Estado o para la continuación del que lleva en marcha, como ustedes prefieran.

Alberto Serrano Patiño