Más de seiscientos rectores y representantes académicos procedentes de veintiséis países se reunieron la semana pasada en Salamanca en el marco del IV Encuentro Internacional de Rectores Universia. Durante dos días y bajo el lema «Universidad, Sociedad y Futuro», numerosas autoridades académicas llevaron a cabo intensos debates acerca del porvenir de la Educación Superior. Lo sustancial de los mismos ha quedado recogido en la Declaración de Salamanca, un texto en cuyo primer párrafo podemos leer que la finalidad del evento en relación al papel de las universidades era: «reflexionar juntos sobre los profundos cambios de paradigma que condicionarán sus futuros roles en la sociedad y la economía del conocimiento».
Partiendo de la relevancia atribuida al ámbito universitario dentro de un contexto globalizado, complejo y cambiante como el actual, dichos debates fueron planteando las líneas estratégicas que se deberán seguir durante los próximos años. Las más significativas, según se refleja en la mencionada Declaración, tendrán como metas encabezar la revolución tecnológica, adaptar los paradigmas a «las nuevas realidades imperantes», ajustarse a las formas de investigación contemporáneas y transformar el «modelo educativo y operativo de las universidades». Para poder dar cumplimiento a estos objetivos estratégicos habrá que poner en marcha o aplicar «métodos educativos innovadores» y promover un tipo de formación continua a lo largo de la vida (lo que denominan lifelong learning) que sea más individualizada, adaptada a las necesidades del estudiante y coherente con las demandas de un mercado laboral cada vez más «complejo y apenas predecible». Esto exigirá, en opinión de los expertos académicos, medidas tales como el despliegue de nuevas titulaciones, la hibridación de programas formativos, el desarrollo de plataformas tecnológicas globales, o la cooperación con otros organismos, públicos o privados, dedicados a la investigación. Con todo ello se pretenden desarrollar las disciplinas «relacionadas con las ciencias computacionales, la inteligencia artificial, la ciencia de datos y la tecnología», al mismo tiempo que se pone «un mayor énfasis en la educación humanística» y se fortalecen «las competencias transversales de los estudiantes».
Cada una de las líneas estratégicas a seguir, así como los objetivos a alcanzar y el conjunto de medidas concretas a desplegar, deberían ser analizadas por separado y de manera exhaustiva, por cuanto involucran forzosamente una serie de ideas —como «revolución», «educación», «paradigma», «innovación», «modelo», «sociedad», etc.— que a menudo son tratadas de manera confusa, o simplemente se dan por sobreentendidas. Sin embargo, estas ideas, en cuanto tales, exigen un tratamiento que sólo puede ser filosófico, por más que no sea este artículo, dadas las características formales que lo determinan, el lugar idóneo para llevar a cabo ese tipo de análisis. Sí hay, no obstante, una cuestión de fondo importante que quisiera señalar y comentar, si bien de forma escueta y sin la profundidad que acaso merecería.
Es significativo que en el texto de la Declaración de Salamanca se alternen el singular y el plural del término «universidad». Este hecho sugiere la presencia en el mismo de una concepción sustancialista de la universidad; que es condición previa a toda la discusión estratégica y propositiva que se plantea a continuación. Al referirse a la universidad en singular, la Declaración incurre en una clara abstracción, puesto que no existe, salvo como contenido del pensamiento, una «Universidad» más allá de las universidades concretas (la de Salamanca, la Complutense, La Sorbona, Oxford, etc.). No es difícil observar, por consiguiente, que las propuestas vertidas en el texto propenden a una cierta unificación dentro del ámbito universitario, dando por sentado que hay ciertas propiedades o características genéricas que son inherentes a todas y cada una de las universidades realmente existentes; las cuales justificarían la posibilidad de emprender la tarea de unificar objetivos, estrategias, medidas, etc.
Ahora bien, identificada la cuestión de fondo, cabría preguntarse ahora, dirigiendo la mirada a las especificidad española, si aquí se dan las condiciones necesarias para encaminarse hacia esa mencionada unificación de objetivos, estrategias, medidas, etc., en la Educación Superior. Nuestro actual modelo político territorial ha supuesto un notable anquilosamiento del mundo universitario, dificultando la fluidez y eficiencia entre universidades que sería imprescindible para cumplir con los planes propuestos en el IV Encuentro Internacional de Rectores. Un sistema educativo que desde las primeras etapas formativas tiende a dar prioridad a las diferencias entre territorios difícilmente podría orientarse con garantías de éxito hacia un modelo mucho más uniforme. Por lo demás, la cuestión del idioma, otra clave de cualquier proceso unificador, es en España por desgracia casi un tabú. Y es que con mucha frecuencia resulta muy complicado defender el español como lengua vehicular de la educación ante la imposición política de las lenguas regionales. Así, aun cuando aceptáramos la abstracción «Universidad» y nos persuadiéramos de la idoneidad de seguir las líneas marcadas en Salamanca por los rectores, las desigualdades territoriales y el rechazo del español supondrían dos obstáculos casi insalvables. O cambiamos el modelo territorial o continuamos con la universidad que tenemos.
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía