La soldado Idoia Rodríguez, de la Brigada Ligera Aerotransportable, ha muerto en acto de servicio en Herat, Afganistán. Junto a ella han resultado heridos otros dos militares españoles. Son ya 19 los caídos españoles en aquel país.
La muerte en acto de servicio es, en el código moral militar, el trance supremo de un compromiso voluntario. Los que han jurado derramar su sangre en la defensa de España son plenamente conscientes de que no se trata sólo de palabras: la muerte siempre está ahí, a la vuelta de la esquina de una acción terrorista o de un ataque en cualquiera de los países donde nuestros soldados prestan servicio. Por eso, junto al dolor, brilla también un rasgo de legítimo orgullo.
Diecinueve militares muertos en Afganistán: es un cifra muy alta. Puede aceptarse, sin duda, en nombre de los intereses de España. Ahora bien, sólo se puede aceptar si todos jugamos con las cartas boca arriba. Y aquí el Gobierno español tiene que aclarar unas cuantas cosas fundamentales ante la opinión pública. Primera: la cualidad exacta de la misión española en Afganistán. Segunda: el grado real de peligro que nuestros militares afrontan. Tercera: qué obtiene España a cambio de este compromiso en algo que ya no puede llamarse “misión de paz”.
Somos un pueblo viejo y sufrido, acostumbrado a llorar en silencio a nuestros muertos. Pero queremos saber por qué.