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Todo Estado que se precie consigue preservar su existencia en el contexto del orden internacional siempre que desde su interior se mantenga la solidaridad objetiva entre sus partes y desde el exterior no sufra los embates de otros estados que, por unas u otras razones, consideren mejor para sus propios intereses la desaparición de determinadas sociedades políticas. En el contexto de la tectónica geopolítica, todos los estados están virtualmente amenazados y la preservación de su existencia requiere de las artes más sutiles. Los caminos hacia la duración pueden ir, en el plano cortical, desde las alianzas, tratados o acuerdos con otros países hasta la sujeción –acaso en la forma de leyes y normas– de los quicios conjuntivos y basales más pertinentes en cada caso. Los secretos de los estados son una forma particular del arte del buen gobierno de la sociedad política, e involucran cada una de sus capas y sus ramas. Todo estado que se precie habrá de contar con los secretos (arcana imperii) entre sus artes.

Hoy, entre nosotros, parece que es noticia la Ley de Secretos Oficiales de 1968, una ley según dicen sus detractores forjada durante el franquismo –aunque actualizada diez años después, ya que no incluía los fondos reservados–, carente de cualquier tipo de garantía democrática como debería ser a imagen y semejanza de sus homólogas de países democráticos como Estados Unidos, Suecia, Reino Unido o Francia. Al contrario que en estas naciones de rancia prosapia democrática, donde la información sujeta a las normas sobre los secretos oficiales se liberaría pasadas dos o tres décadas en España esto no es posible. A pesar de que, en el año 2013, se aprobó la Ley de Transparencia poco habría cambiado la situación anterior, ya que aunque en su artículo 12 se reconoce el derecho a la información pública, en el artículo 14 se introducen límites que dificultarían todo acceso a la documentación clasificada décadas atrás, haciendo que los papeles oficiales permanezcan secretos de por vida.

En España el impulso para la reforma de la ley sobre secretos oficiales parece organizarse desde dos planos diferentes pero acaso inseparables. Por un lado, desde un plano ontológico, pragmático; por otro lado, desde un plano científico, gnoseológico. La perspectiva pragmática para la reforma de la Ley de Secretos Oficiales está impulsada por el PNV, pero secundada por el PSOE, Unidos Podemos PDeCAT, ERC y Compromis quienes solidariamente apoyaron hace unos meses los primeros trámites para la reforma en el Congreso. Mikel Legarda, diputado del PNV, argumentaba que la ley actual estaría impidiendo conocer, entre otros, documentos relativos a la Guerra Civil de hace 80 años. Consecuentemente se acordaba de los historiadores que tendrían que recurrir a archivos de otros países para investigar sobre nuestra contienda. En el plano gnoseológico, se ordenan, consiguientemente, aquellos historiadores –e investigadores en general– que abogan por una mayor transparencia con respecto al pasado de España. Los historiadores ven impedido el acceso a la labor propia de su ciencia, de suerte que las reliquias y relatos característicos del hacer del historiador quedarían artificialmente «reservados» en tanto no se desclasifiquen. Algo impropio de una nación democrática: toda una maraña legal –llegan a decir– tendría inmovilizados archivos con documentación «histórica», haciendo que sobre todo los especialistas de la «Historia Contemporánea», al contrario de lo que ocurre en otros países democráticos, no puedan acceder a los documentos que encerrarían la verdad sobre nuestro pasado más reciente.

Desde DENAES, sabemos que toda ley puede ser susceptible de mejora y que por lo tanto, sin duda, también la Ley de Secretos Oficiales puede ser adaptada a las contingencias de nuestro presente histórico. Sin embargo, resulta más que evidente que no se puede hablar de transparencia sin más, como si en los asuntos que atañen a la seguridad de la Nación sólo bastara con las buenas intenciones.

Quienes desde una perspectiva pragmática abogan por la modificación de la Ley de Secretos Oficiales remitiéndonos a ejemplos relativos a la Guerra Civil Española en modo alguno lo hacen al margen de todo presupuesto ideológico. Y sabiendo como sabemos el uso político y la rentabilidad de la ideología de la llamada «memoria histórica», a nadie se le escapan las intenciones partidistas inmediatas que seguramente están obrando en el bloque solidario que empuja la reforma de tal ley. Pero seríamos ingenuos si viésemos otra cosa en las demandas de tantos historiadores –¡entre los cuales destacan conocidos catedráticos!– argumentando a favor de la reforma desde la perspectiva circunscrita por las disciplinas históricas. Resulta más que patético el hecho de que tantos profesionales de la Historia no se den cuenta de su petición de principio. Porque quienes suponen que la Historia trata del pasado habrían de saber cómo su propia presión para que se desclasifiquen ciertos documentos supone ya la «manipulación» para hacerlos entrar en el recinto del pasado en cuanto que reliquias. Pero con ello estaríamos de nuevo en el plano pragmático.

DENAES no quiere entrar ahora en el espinoso tema de la reforma de la Ley de Secretos Oficiales. Pero no nos llamamos a engaño por mucho que se predique la necesidad de la misma desde el «fundamentalismo democrático», la ideología de la «memoria histórica» o la neutralidad científica de la Historia.