Esta huelga nos presenta, sin tapujos, la castigada unidad -pero unidad al fin- de España, gracias a la cual todo un sector puede poner en jaque el abastecimiento de las principales ciudades y dejar en ridículo la ideología nacionalista que las ha llegado a presentar como entidades autosuficientes

La huelga de los transportistas está resultando toda una lección para los españoles malacostumbrados al mercado pletórico que, por unos días, amenaza con no serlo tanto.
En primer lugar porque nos presenta, sin tapujos, la castigada unidad -pero unidad al fin- de España, gracias a la cual todo un sector puede poner en jaque el abastecimiento de las principales ciudades y dejar en ridículo la ideología nacionalista que las ha llegado a presentar como entidades autosuficientes.
Desde que las carreteras nacionales pasaron a ser autopistas, sustituyéndose la “N” por la “A”, y las referencias de topónimos se trastocaron con las cifras, hacía tiempo que no se veía en los telediarios un mapa de España en el que Madrid fuera el centro de una red de carreteras que todos los días son recorridas por miles de camiones hoy parados.
Pero es que, además, en segundo lugar, a través de un problema económico como es la subida de los carburantes, ahora ya en el contexto de una crisis de envergadura que afecta también a otros sectores -y, por cierto, negada sistemáticamente por el Gobierno-, este paro puede tener algo de ejemplarizante para otras situaciones, ya sí directamente políticas y ante las cuales nadie, o casi nadie, se ha plantado como lo hacen estos días las patronales del transporte. Nos referimos, como ejemplo especialmente indignante, a la marginación, si no directamente prohibición, de la lengua española en algunas Comunidades Autónomas, denunciado estos días no precisamente por los españoles, sino por una compañía aérea alemana. ¿Qué paro no debieran haber impuesto los maestros y profesores, por citar un sector profesional, a quienes se les niega el instrumento principal de su trabajo?
Por otra parte, el idealismo absoluto en el que está instalado el Gobierno, según el cual ejercer democráticamente el derecho a la huelga no debe afectar al resto de ciudadanos, apenas tiene manera de evitar que la realidad le lleve la contraria. Una huelga, precisamente, tiene esa condición para que las peticiones que se soliciten, ya sea prudente o imprudentemente, sean atendidas; afectar al resto de la población es su principal baza.
Los dos fallecimientos de los miembros de un piquete, uno en Granada y otro en Lisboa, hicieron visible si cabe que el conflicto no tiene nada que ver con ese derecho democrático garantizado por decreto que predica el formalismo de Alicia, sino con la presión que unos grupos sociales ejercen sobre otros, a veces, de forma tan trágica.
FUNDACIÓN DENAES, PARA LA DEFENSA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA