A Iglesias le ha faltado tiempo para atacar a la soberanía española proponiendo un referéndum por medio del cual los avecindados en Cataluña decidirían, en exclusiva, sobre la integridad de España
Era cuestión de tiempo, y de que se dieran una serie de circunstancias…
Tras décadas marcadas por el chalaneo del partido de turno, ora PSOE ora PP, con los corruptos partidos secesionistas, entregándoles todo aquello que solicitaran a cambio de un puñado de votos que permitieran su mantenimiento en el poder, el cuerpo electoral, golpeado por una profunda crisis económica y convenientemente embrutecido en las aulas a las que llega cada cuatro años una Ley Educativa desnacionalizadora, ha decidido dar un apoyo a Podemos lo suficientemente grande como para que España se sitúe en una situación de ingobernabilidad evidente, sobre todo si tenemos en cuenta el sectarismo de aquellos partidos que se dicen nacionales.
Mencionamos este aspecto, el de la supuesta condición nacional de varios grupos que así se presentan, porque, para una Fundación como DENAES, consagrada a la defensa de la Nación española, el asunto es, evidentemente, crucial. Veamos.
Desde la cristalización de la democracia coronada de 1978, dos son, tras la desaparición de una UCD que se volatilizó dejando poco más que la figura de un Adolfo Suárez hoy mitificado, los principales partidos que han ocupado la Moncloa son el PSOE y el PP, formaciones que, desde las coordenadas de los pseudopartidos secesionistas, encarnarían dos posiciones españolistas más o menos identificables con lo que se entiende, al menos sociológica y acríticamente, como «derecha» e «izquierda».
Sin embargo, estos partidos que tal condición jugaban a exhibir, con el consiguiente y calculado malestar de los grupos regionales aludidos, han ido desmantelando la nación hasta tal punto que el desprecio por la misma, en beneficio de un sonrojante y egoísta provincianismo, es la nota común de muchos de los votantes que el domingo pasado se acercaron a los colegios electorales. Efecto de tales políticas, una suerte de síndrome de Estocolmo, ha sido la acomodación de PSOE y PP, el primero con más rapidez dada su refundación a finales de los 70 con dineros alemanes, a esta estructura territorial por ellos impulsada, proceso que recuerda a esa locomotora que los hermanos Marx desmantelaban con el objetivo de que siguiera en marcha. Los resultados son evidentes: el PSOE no existe en Cataluña y el PP añadió una C a sus siglas para hundirse definitivamente en una región en la que, al igual que ocurre en Vascongadas, es ya casi residual.
En tales circunstancias, y con unos electores formados en aulas de las que se expulsó el idioma común, el español, y en las que se adoctrina en falsedades históricas e inútiles particularidades, la sobredosis de fundamentalismo democrático que todo lo invade terminaría por producir un efecto predecible: la irrupción de un partido que aunara, en escrupuloso procedimiento asambleario, los diversos descontentos, muchos de ellos gremiales, pero también determinadas aspiraciones que afectan a la llamada cuestión nacional. Mal hará aquel que ingenuamente piense que los nacionalistas han sido derrotados, pues su ideario lo ha recogido Podemos.
Frente a la absurda idea del federalismo propugnado por el PSOE, frente a tibieza de un PP empeñado en repetir lo que incumple -hoy sigue siendo imposible escolarizar en español dentro de muchas regiones de España- era cuestión de tiempo que apareciera un partido que construyera su programa con los contenidos que tales partidos le han ido proporcionando. De este modo, Pablo Iglesias, digno producto de la socialdemocracia española memoriohistoricista, exultante tras los resultados obtenidos, se ha apresurado a manifestar no sólo que impedirá «por activa y por pasiva», un gobierno del PP con el que tan bien le han ido las cosas. Dejando a un lado sus conocidas aspiraciones sociales, a Iglesias, ese que tanto habla de la patria –con el mismo rigor con el que se refiere a la obra de Kant- le ha faltado tiempo para atacar a la soberanía española proponiendo un referéndum por medio del cual los avecindados en Cataluña decidirían, en exclusiva, sobre la integridad de España, dando el primer paso para que se consiga ese gran robo que la oligarquía catalana lleva tantos años planeando ante la pasividad e impotencia –estómagos agradecidos al margen- de los que llaman, con racista desprecio, «charnegos».
El desnacionalizador Iglesias, aunque probablemente él no lo sepa, muestra el verdadero carácter de la formación que él lidera con la inestimable colaboración de las cadenas televisivas que le auparon y las que ahora beben los vientos por su comparecencia. Una formación, de estructura circular y circularista, que no puede considerarse en modo alguno como un partido nacional debido a sus ansias balcanizantes. Las mismas que, de lograrse, convertirían al propio Iglesias en un ocurrente y solemne personaje que sería tratado con displicencia en la República catalana, y en las que miméticamente fraguarían, por los servicios prestados.
Fundación Denaes, para la defensa de la Nación española