Un nuevo texto apuesta ingenuamente por el apaño federal
Siglos antes de que apareciera esa figura tan atractiva para algunos que responde al nombre de «intelectual», España vio cómo proliferaban en su suelo unos personajes conocidos como «arbitristas». Los arbitristas ofrecían al monarca que figuraba a la cabeza del Imperio, fórmulas de carácter económico que favorecieran el saneamiento de unas cuentas quebrantadas por campañas bélicas y por una Península siempre escasamente poblada debido en gran parte al influjo americano. Al cabo, España, mal que les pese a muchos compatriotas fascinados por Europa, es el resultado de la transformación de una de las partes formales del Imperio hispánico que se proyectó sobre todo en el Nuevo Mundo.
Cuatro siglos después de que hombres como Miguel Caja de Leruela trataran de ofrecer soluciones, en este caso vinculadas al fortalecimiento de algunos aspectos de la capa basal española, acaso marcados por el democratismo ambiental que favorece lo colectivo frente a lo individual, los medios de comunicación españoles se hacen eco, en numerosas ocasiones, de manifiestos repletos de firmas al pie. Manifiestos que a menudo tratan de dar solución a lo que se viene en llamar «problema territorial». O lo que es lo mismo, manifiestos que tratan de hacer compatibles o digeribles, los planes de las fanatizadas sectas hispanófobas, con la supervivencia de la Nación española, entendiendo esta como la superación del Antiguo Régimen, aunque acaso esto último sea mucho suponer, dada la pervivencia en nuestro suelo de movimientos reaccionarios que reclaman nada menos que derechos históricos.
Esta misma semana, en uno de los diarios que más han favorecido la provincianización de España, el diario El País, ha aparecido un manifiesto titulado España en común, España plural. Los abajofirmantes que figuraban a su pie son: Manuel Arias Maldonado (profesor de Ciencia Política), Mikel Arteta (doctor en Filosofía Moral y Política), Jordi Bernal (periodista), Daniel Capó (periodista), Andrés González (economista), Joseba Louzao (historiador), Ramón Mateo (economista), Pilar Mera Costas (historiadora), Aurora Nacarino-Brabo (politóloga), Miguel Ángel Quintana Paz (filósofo), Juan Claudio de Ramón (ensayista) y Pilar Rodríguez-Losantos (estudiante de Ciencia Política).
El manifiesto arranca citando la proliferación de marcas podemitas que han acudido al término «común» huyendo de cualquier otra precisión política, estrategia coherente con una viscosa ideología que acaso tenga como común denominador el intento de desnacionalizar a España. Los firmantes del texto hacen bien en señalar hasta qué punto, para estas y otras facciones:
«El nombre de España es impronunciable para un sector de la izquierda, que prefiere expresiones como “Estado español” o “este país”. Desprecio este que corre en paralelo a la aversión a la bandera constitucional o al uso de la lengua española (también un símbolo de lo común) allí donde el nacionalismo periférico ha implantado su hegemonía cultural.»
Frente a esta tabú tan extendido, el texto repasa el generalizado uso que de la palabra «España» se ha ido haciendo desde todos los ángulos ideológicos, repasando especialmente la lista de personajes «progresistas» que lo han empleado sin ningún tipo de pudor. Llegan incluso a afirmar que «España, en fin, fue también una idea de izquierdas desde 1812 a 1939», año en el que, acaso movidos por su fundamentalismo democrático, establecen un punto de no retorno político que en cierto modo explicaría el eclipse de su uso por la parte progresista hispana… Sin embargo, el franquismo, caracterizado por «su negra herencia», también se agotaría. Los firmantes concluyen que: «Lo importante es que en 1978 España cristalizó por fin en lo que nuestros padres y abuelos quisieron y lucharon por conseguir: un Estado democrático, social y de derecho, unido y en paz con su innegable diversidad, que pudiera desarrollar sus potencialidades.», sin alcanzar a entender que gran parte de esa alabada diversidad fue alentada desde el propio franquismo a excepción de unas restricciones que tenían que ver con la consolidación de un Estado fuerte que pudiera acometer las necesarias transformaciones que exigían los tiempos históricos en que se desarrolló.
Incansables fideístas de la diversidad española, recelan de los que la emplean como pretexto de «la separación»:
«A una patria multinacional, en compartimentos que se quieren cultural y lingüísticamente estancos, oponemos una patria mestiza, en un mundo cada vez más mestizo, en la que la diversidad se predica de sus individuos y no de sus territorios.»
Dicho todo esto, los nuevos arbitristas de lo territorial ofrecen la solución al problema: proponen una «evolución a un más explícito federalismo incluido, son bienvenidos si resultan de un proceso de deliberación.»
Muchas son las ocasiones en las que, desde los editoriales de DENAES hemos sometido a crítica la evanescente solución federalista que apenas son capaces de esgrimir muchos de los, acaso bienintencionados, colectivos que asisten impotentes al desarrollo de planes de balcanización surgidos y alentados en determinados ambientes de la patria. Sin embargo, textos como el analizado, que contienen indudables y parciales aciertos analíticos, nos parecen del todo punto impotentes ante el grado de amenaza al que está sometida nuestra nación.
Por todo ello, y aun cuando consideramos que toda contestación ante los sediciosos puede ser útil, la gravedad de los asuntos concernidos exige mayor contundencia, claridad, y, en justa lógica, el abandono de la vía federalista como solución a los males de España.
Fundación Denaes, para la defensa de la Nación española