El panpsicologismo y el constante reduccionismo subjetivista que desde hace mucho padecemos nos ha llevado a una cansina y peligrosa situación de ofendidismo. Gran parte de nuestros conciudadanos, incapaces de tratar las cosas objetivamente -lo que no tiene por qué significar neutralmente-, han perdido la perspectiva social, moral, normativa hasta el punto de basar su identidad personal en las ideas que «tienen» o les hacen tener. Con lo que cuando atacas esas ideas los atacas a ellos, atacas «su identidad». Y se sienten ofendidos.

No queremos decir con esto que la identidad personal de tal o cual individuo (o individua) -y nótese aquí la diferenciación que hacemos entre individuo y persona- no tenga que ver con el sistema de ideas o la ideología -lo sepa o no- con que se mueve. Tiene que ver, y mucho. Pero no sólo. La persona, que siempre hace referencia a las otras personas, a la sociedad de personas, no se reduce a su ideología o a su sistema de ideas -pues puede haber personas que organicen su vida desde un sistema filosófico y no desde un sistema ideológico-. Por tanto su identidad, determinada siempre por la interacción o codeterminación en el seno de esa sociedad de personas, no se reduce a ello. No saber diferenciar esto, no ser capaz de discriminar, es lo que lleva a esta epidemia sensiblera y lacrimosa de ofendidos.

Una epidemia que, aunque en primera instancia se diría que es de carácter cognitivo y personal, adquiere enseguida, por ello, una dimensión política y nacional; más aún en cuanto empieza a afectar a grandes masa de la población española, así como a los cada vez mayores colectivos -en número y miembros (y miembras)- y grupos de presión, así como a las medidas económicas y presupuestarias del Estado. Cuando nos vamos a este nivel la cosa ya no parece una anécdota con la que reírse aunque sea con desagrado y resignación, el asunto se pone algo más serio. Y desde nuestra plataforma, siempre al tanto de todos los problemas o desajustes que puedan afectar a los españoles y a España en general, no podíamos pasar sin comentarlo.

Y es que esta situación de ofendidismo general, esperamos se nos disculpe el uso de este vocablo pero tampoco nos lo acabamos de inventar, es un resultado entre otros de diversos desajustes que la sociedad española sufre. Un desajuste del que nos atrevemos a aventurar una hipótesis de cómo se vendría gestando en un círculo vicioso entre los españoles. Y hablaremos de los españoles a pesar de que la española no es la única sociedad que cuenta con estos problemas, como el lector ya sabrá.

En primer lugar, como hemos dicho, se trataría una situación producida por un desajuste cognitivo en los individuos. Individuos que a pesar de están insertos desde pequeños en un sistema educativo que, en principio, les ofrece la instrucción necesaria para adquirir el conocimiento adecuado para manejarse en el mundo y con sus semejantes -no hay praxis sin teoría y viceversa-, acabarían totalmente perdidos entre las nebulosas ideológicas en las que son educados -nótese la diferencia entre instrucción y educación-. Unas nebulosas ideológicas educativas que fagocitarían en los colegios, institutos y universidades los resultados que la instrucción recibida, cuando esta es asimilada, pueda proporcionar. Esto estaría dando como resultado entonces a individuos que apenas si saben expresarse, leer y escribir, que no han asimilado debidamente la instrucción que el sistema educativo podría proporcionarles y que, sin embargo, habrían acumulado una buena cantidad de dogmas educativos, y por tanto políticos (e ideológicos), con los que tampoco sabrían muy bien qué hacer. Pero con los que se desenvuelven como pueden.

Estas personas -se podría hablar de personas malformadas, haciendo un símil con la terminología lógica-, cargadas de falsa conciencia, con unas estructuras cognitivas muy débiles aunque difícilmente reformables, tenderían a buscar su propio camino dentro del mercado pletórico de ideas, buscarían aquel conjunto de ideas que más se adecúen a lo que están buscando en su vida. Porque los españoles, claro está, buscan su camino, buscan construir una vida en el ejercicio de su libertad. Y en una sociedad desarrollada como la nuestra esto no se puede hacer sin un mínimo sistema de coordenadas. Por tanto, estas personas, estos españoles -éste sería el siguiente paso del problema tal y como conjeturamos-, de mejor o peor manera irían conformando un mapa ideológico con el que alcanzar sus metas. ¿Pero qué pasa si ese mapa no es adecuado? Ese es el problema. Puede que, ante tales debilidades, múltiples individuos confluyan intencionalmente o no en el mismo mapa y se refuercen mutuamente en sus errores e intereses, llegando a formar colectivos de presión social y política. Colectivos en los que cada individuo -pues no hay individuo sin clase- se inserta distributivamente en cuanto en tanto comparte el mapa ideológico que infiltra y se ejerce en sus acciones. De tal modo que cada individuo, sin perjuicio de su pertenencia al colectivo y de la existencia de éste, resultaría un absoluto respecto a los demás dentro del colectivo. Su identidad no se conformaría diaméricamente, esto es, entretejido por sus interacciones y codeterminaciones con el resto de personas, de elementos del colectivo, sino que se configuraría en absoluto según el paquete ideológico en cuestión. Así pues, sucedería que la identidad personal de cada uno de los elementos adquiriría una férrea simbiosis con las ideas conformadas, y un ataque a dichas ideas o a dicho sistema de ideas, por más precario que éste sea, se convierte en un ataque a la propia persona.

Si bien, como hemos dicho, estas personas blindadas y malformadas, sea por su cuenta o reuniéndose en colectivos, en cuanto personas no dejarían de formar parte de una sociedad, incluso de una sociedad política. En este caso España. Estaríamos hablando entonces de personas que querrían ser escuchadas, que tendrían unos objetivos y unas reivindicaciones -del tipo que sea-, y como tales podrían ejercer presión política para que se cumplan. Es más, podría suceder que hubiera partidos políticos -que, en cuanto tales, siempre están a la expectativa de poder ampliar el número de sus votantes- que estuviesen dispuestos a dar cobertura, fuerza o incluso a dar lugar y financiación a esos colectivos; a esas personas que tanto se ofenden en cuanto se cuestiona alguna de las partes de su blindado mapa.

A su vez, si nuestra conjetura va por buen camino, podría suceder que los medios de comunicación privados y públicos, siempre dependientes de las derivas políticas y sociales, enseguida vieran la oportunidad e incluso la necesidad de dar cobertura a dichas personas. Cobertura y apoyo. Y tampoco sería extraño que dichos medios de comunicación, en algunos casos verdaderos emporios relacionados con organizaciones económicas y políticas nacionales e internacionales de primer orden, pudieran ver la conveniencia de negocio tanto a nivel de los consumidores como a nivel político, yendo a la par con tales o cuales partidos políticos y en contra de otros.

Tendríamos así todo un circuito corrupto que, al margen de su eficacia, puede constituir un peligro para los españoles y para toda la nación política española. Y es que sin ciudadanos capaces de desenvolverse en sociedad y capaces de ejercer una libertad crítica -si es que puede haber una libertad acrítica- al margen de las imposiciones ideológicas es muy difícil que una democracia, aunque siga funcionando, no se corrompa hasta pudrirse. O no llegue a tal grado de corrupción que se descomponga y desaparezca, como podría pasar en la sociedad política española si dejamos que esta clase de personas -seguimos sin especificar o señalar a unos grupos u otros, pero el lector podrá encontrar fácilmente muchos por su cuenta- sigan teniendo tal influencia creciente. Y es que esto también es responsabilidad del ciudadano, no sólo de la «clase política» -al margen de lo competente o incompetente que sea o de su grado de corrupción-. Ser un ciudadano de un Estado titular significa contar con los derechos y obligaciones civiles y políticos de dicho Estado, significa estar sometido a esas leyes y también amparado por ellas, injertado en su territorio y protegido por sus fronteras. Por ello carece de sentido ser ciudadano del mundo, puesto que no hay ningún Estado mundial; a no ser que regresemos a las categorías teológicas cristianas y nos creamos insertos en la ciudad de Dios en la que todos somos hermanos. La ciudadanía es una figura jurídica que supone al Estado, con y frente a otros, pero que a su vez implica en dicho Estado al ciudadano. Y en una sociedad política como la española, democrática además, cada ciudadano (y ciudadana) es soberano de dicho Estado, le pertenece como ciudadano. ¿Y esto qué significa? Significa que cada español es también, quiéralo o no, responsable de su Estado, de su continuidad en el tiempo y de la fortaleza del mismo. Pues de ello depende su vida y la de los que le rodean.

De modo que desde estas páginas queremos animar a todos los españoles a «tomar conciencia» de la importancia que tienen los peligros a los que nos podemos exponer si no contamos con un adecuado conocimiento de nuestro mundo y de nuestro papel como ciudadanos. También es deber -un deber ético, moral y político- de los españoles forjarse una personalidad bienformada, que no caiga en males de nuestro tiempo como el reseñado ofendidismo, en el subjetivismo más feroz capaz de corromper las estructuras dialógicas y normativas de una sociedad, las cuales le dan cohesión y fortaleza. Es deber del ciudadano exigir, participar e influir por los medios que pueda -aunque sólo sea no dejándose engañar- en los sistemas educativos, políticos, económicos, informativos y sociales, haciéndolos lo más eutáxicos posible.

Es deber pues de todo español y de toda española, en la medida de sus posibilidades, defender España y buscar su bien.

 

Emmanuel Martínez Alcocer