La fiesta de unidad nacional con la que el pueblo americano ha celebrado esta elección histórica, el escenario desde el cual la multitud ha escuchado a su presidente, y, especialmente, el contenido del discurso del mismo presidente dirigido a sus compatriotas, no han podido menos que servir a los españoles, al menos a aquellos españoles que admiten la realidad, como el espejo que ha reflejado lo que a nosotros tristemente nos falta.
El espectáculo mundial de la toma de posesión de Barack Obama como presidente de Estados Unidos puede verse desde España, sin duda, con una perspectiva excepcional.
La fiesta de unidad nacional con la que el pueblo americano ha celebrado esta elección histórica, el escenario desde el cual la multitud ha escuchado a su presidente, y, especialmente, el contenido del discurso del mismo presidente dirigido a sus compatriotas, no han podido menos que servir a los españoles, al menos a aquellos españoles que admiten la realidad, como el espejo que ha reflejado lo que a nosotros tristemente nos falta.
Como decimos el espectáculo ha sido mundial, y esto mismo ya requiere que reparemos en que no desde cualquier nación se puede dirigir un presidente al resto de las naciones del mundo. Lo que Barack Obama ha explicitado con su mención a los distintos pueblos de la Tierra es el mensaje de quien habla desde la ciudad que se considera «cabeza del mundo», como desde una Roma imperial que advierte a sus enemigos: Estados Unidos no va a abandonar su papel de país garante de la Paz. Una paz, por supuesto, resultado de las guerras que no sólo se ha dejado fuera del discurso, sino con las que ha jalonado sus diversas partes, desde su recuerdo histórico hasta las actuales de Iraq y Afganistán.
Pero no ha sido el mensaje de un emperador triunfante, aunque el triunfo haya estado presente desde el comienzo de la ceremonia con los mismos fastos con los que la nación le ha recibido. La mención de las guerras ha servido sobre todo para recordar y honrar la memoria de los antepasados. Frente al cementerio nacional de Arlington, el presidente ha recordado la responsabilidad de los estadounidenses vivos para con las generaciones venideras, sin esconder tampoco la dificultad de la tarea que tienen por delante.
Todo un discurso, desde luego, que provoca nuestra envidia. Y con eso es con lo que subrayamos la excepcional perspectiva de España. Porque tampoco desde cualquier lugar del mundo puede verse a Estados Unidos como desde España. El país desde el que se planeó el primer Imperio efectivamente universal, y cuyo destino rigió también el de las demás naciones del mundo entonces existente; ese país sin el cual la propia América no podría explicarse, resulta hoy la contrafigura del americano.
Queda, en cambio, la esperanza de que la envidia hispánica, tal como Unamuno la interpretó, sólo se explique por el deseo de inmortalidad, es decir, de seguir escribiendo la Historia Universal. Y en lugar del deseo subjetivo, mezquino, que lleva al encubrimiento de la realidad, la envidia nos haga querer perseverar en el ser, siempre como España, eso sí: «Yo siempre he de ser yo», que dijo el envidioso de Abel Sánchez.
FUNDACIÓN DENAES, PARA LA DEFENSA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA