Resultaría muy difícil encontrar un español que no hubiera hablado alguna vez sobre educación, e imposible hallar hoy un partido político que no la tenga encumbrada en su ideario, casi siempre rodeada de un aura dignificante. Es incuestionable, por tanto, que la educación es un asunto de actualidad, un tema de nuestro «presente en marcha», por más que de su difusión y predicamento no quepa inferir en modo alguno su univocidad. Al contrario, los diversos usos mundanos del término «educación» acarrean con frecuencia divergencias y contradicciones, tan flagrantes que en apariencia languidecen toda esperanza de hallar una respuesta concluyente a esta controvertida cuestión.
Desde un posicionamiento filosófico-crítico, que necesariamente debe involucrar operaciones de distinción, discriminación y comparación, la educación se nos muestra como una idea que, desprovista de adjetivos, es oscura y confusa, por cuanto ni se distinguen sus partes ni se diferencia de otras ideas de su entorno. Tal borrosidad exige un análisis crítico (filosófico) que logre cierto grado de claridad y de distinción, al menos a «escala morfológica». Este análisis pasaría por soslayar toda inclinación metafísica o sustancialista y sostener tres consideraciones básicas:
Primera. La educación no puede darse nunca al margen de un contexto realmente existente que implique como mínimo el uso de una determinada lengua. En abstracto —como aparece, por ejemplo, en el artículo 27 de la Constitución española—, la educación carece de todo contenido; no significa nada, es plena indefinición… ¿De qué educación se habla?
Segunda. Los procesos educativos engarzan pasado, presente y futuro, y no tanto en un sentido lineal o cronológico como de influencia entre grupos de individuos, toda vez que la educación siempre es recibida de las generaciones precedentes y entregada a las que siguen.
Tercera. La educación lleva aparejado un carácter propositivo, por lo que se orienta continuamente hacia unos determinados fines. El problema aquí radica en que, substantivada, la educación contiene fines recíprocamente contradictorios.
Estas tres consideraciones, aun simplemente esbozadas, permiten observar un desplazamiento del tema de la educación hacia el plano político, en el cual la pregunta más pertinente ya la planteó sin duda el filósofo Gustavo Bueno: «Educación, ¿para qué?» (Conferencia de clausura del IX Curso de Verano de Filosofía en Santo Domingo de la Calzada, viernes 20 de julio de 2012). A escala política (de uno o varios Estados), todo proyecto educativo lo impone, con arreglo a unos fines más o menos explícitos, quien tiene la autoridad ejecutiva suficiente para desplegarlo y la fuerza necesaria para contrarrestar posibles resistencias o incumplimientos. Éste deviene el alcance más operativo de una idea, la educación, que mantenida en la pura especulación no es más que absoluta vacuidad.
Seguramente, los fines y la autoridad (el poder) de la educación sean los dos problemas más acuciantes a los que se enfrenta España en materia educativa. En un escenario político tendente a la fragmentación, en el que la tarea de educar cristaliza en instrumento del magma ideológico envolvente, urge replantearse de nuevo y con rigor quién ha de educar, y para qué.
Francisco Javier Fernández Curtiella
Doctor en Filosofía