Estos excluidos de la política catalana, numerosísimos, son el síntoma más claro de cómo el nacionalismo erosiona la democracia.
Cuando se les pase la resaca, los políticos catalanes –y también no pocos del resto de España– deberían repasar las cifras de las elecciones autonómicas. Pero no las cifras de voto, sino las de no voto, las de quienes han rehusado pronunciarse por cualquiera de las fuerzas en presencia. Los datos son clamorosos. Ya no es sólo esa enorme abstención del 43,23%, la más alta en 15 años. Es también el elevadísimo número de votos en blanco, nada menos que 60.000. Para calibrar adecuadamente la cifra, recordemos que Ciutadans ha sacado 3 escaños con unos 90.000 votos. Esta inhibición recuerda a la suscitada por el referéndum del nuevo estatuto. Son números, además, sensiblemente distintos a los de las elecciones generales, donde la participación es muy superior.
Sólo hay una conclusión posible: una porción importantísima de los catalanes se sienten llamados a participar democráticamente en la gobernación de España, pero no aceptan el juego de la política catalana. Es un hecho que la presión nacionalista ha conducido a numerosos ciudadanos a sentirse excluidos de la política local, una política que se ha convertido en fuente de crispación y, como hemos visto en esta campaña, hasta de violencia. Estos excluidos de la política catalana, numerosísimos, son el síntoma más claro de cómo el nacionalismo erosiona la democracia.