Los debates televisivos, celebrados esta semana en diversos canales, han dejado una imagen muy pobre de los partidos políticos que se presentan a las elecciones generales, especialmente en lo que a la defensa de la Nación Española se refiere


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Llevamos una semana de campaña electoral de cara a las decisivas elecciones generales del 20 D y ya hemos tenido ocasión de disfrutar de dos debates televisados: el tan esperado «debate a cuatro» celebrado el pasado lunes por las cuatro fuerzas políticas con aspiraciones de gobierno, las dos del bipartidismo clásico, PSOE y PP, y las emergentes de la «nueva política», Podemos y Ciudadanos, y el «debate a nueve» que invocó Mariano Rajoy en pasadas ocasiones, celebrado en TVE el miércoles de esta misma semana. El primero tuvo lugar en Antena 3 y La Sexta; en dicho debate solamente el PP decidió no llevar a su candidato, Mariano Rajoy, que se resiste a seguirle el juego a los periodistas que enarbolan a la «nueva política» frente al bipartidismo y solamente debatirá con Pedro Sánchez, el líder de la oposición parlamentaria, la próxima semana; en su lugar a la Vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, la primera vez que una mujer intervenía en este tipo de debates, detalle que sin duda no habrá pasado desapercibido a tantos fundamentalistas de la paridad de sexos. El otro debate, esta vez nada menos que a nueve participantes, moderado por Julio Somoano en TVE, dejó cada vez más confusas las cosas: ¿qué sentido tiene poner en pie de igualdad con los aspirantes a gobernar, a partidos que ya no simplemente carecen de opciones reales de ganar las elecciones, como Izquierda Unida o UpyD, sino a partidos separatistas, cuya única aspiración a la hora de presentarse a unas elecciones generales es seguir parasitando a la Nación Española?

La disposición del «debate a cuatro» del lunes fue ciertamente peculiar: en lugar de establecer los ya conocidos y tediosos turnos que convertían los debates de antaño en rígidos discursos superpuestos, a cada contertulio se le asignó una cuenta de tiempo que podía utilizar a voluntad hasta que se agotase. Asimismo, los cuatro contendientes fueron dispuestos de forma un tanto curiosa: en los extremos, a la izquierda y a la derecha, se situó a la «vieja política», al bipartidismo de PSOE y PP, así separados ambos partidos para evitar que hicieran migas, y en el centro de la imagen se dispuso a la «nueva política» de Podemos y Ciudadanos, a la que un rudo y torpe Pedro Sánchez (que pensó más bien en la clásica disposición izquierda-derecha a la hora de valorar la forma en la que habían sido distribuidos los cuatro) quiso liderar, poniéndose como algunos medios de comunicación delante de la procesión, pese a que abandera con orgullo los presuntos logros del desgobierno de Zapatero y los ya más añejos y tampoco especialmente positivos de Felipe González. Esto es, Sánchez se engaña a sí mismo si pretende que los electores le identifiquen con un Pablo Iglesias o un Alberto Rivera; al menos, mientras no deje clara su ruptura con un pasado más bien nefasto…

El debate fue transcurriendo y el contador de tiempo descontando los minutos y segundos, y Pedro Sánchez, pese a los intentos de Soraya por recordarle que el PSOE no era un partido de la «nueva política», seguía enzarzándose en una estéril dialéctica de turnos muy breves y meramente descalificatorios, especialmente hacia Pablo Iglesias, el «último de la fila» de este cuarteto en lo que a la demoscopia se refiere, con las ya habituales acusaciones de chavista y demagogo por sus conocidas filiaciones con Venezuela y la coalición griega Syriza (¡ya quisiéramos que al menos Iglesias fuera tan patriota español como lo es Tsipras patriota griego y se dejara de surrealistas fórmulas que sólo disuelven la Nación Española!). Asimismo, Iglesias tuvo una buena ocasión en el debate de volver a cometer increíbles gazapos, impropios de un presunto profesor de «Ciencias Políticas», como afirmar, demostrando que no se la ha leído, que la Constitución de 1978 reconoce a España como un Estado plurinacional, o que el referéndum celebrado en 1980 (y no en 1977 como afirmó) en Andalucía para acceder a la condición de autonomía según el Artículo 151 de la sirvió para decidir si esta comunidad seguía formando parte de la Nación Española [¡sic!]. Por su parte, Alberto Rivera sí que estuvo acertado al afearle a Soraya su irreal afirmación de que en Cataluña está permitida la enseñanza en español por encima de la inmersión lingüística en catalán. Como bien sabemos, la ley dista mucho de cumplirse en una Cataluña donde el sistema de enseñanza forma verdadero españoles flotantes, enajenados respecto a una España que desprecian gracias a la manipulación de la Historia y la lingüística.

Sin embargo, y pese a este aspecto positivo, Alberto Rivera en ninguno de sus mítines exhibe la bandera española ni concreta su defensa de la Nación Española, limitándose a señalar que hay que poner freno al separatismo (especialmente el catalán) y que España ha de integrarse o incluso llegar a disolverse en la Unión Europea. El único partido político que ha abanderado en su programa electoral de forma explícita la defensa de la Nación Española frente al separatismo, así como ha señalado claramente, sin alusiones a la Unión Europea de por medio, que es la democracia y el bienestar de los españoles lo que está fundamentado por la Nación Española y no a la inversa, es el Partido Popular. El resto de alternativas, aparte de no haber gobernado nunca, como bien se encargó de destacar Soraya Sáenz de Santamaría en el debate del lunes, están presas de un fundamentalismo democrático que o bien disuelve en última instancia la Nación Española en el magma europeísta, o bien enarbola el «derecho a decidir» como fórmula mágica que resuelva el problema del separatismo: todo se arregla con más democracia, aunque semejante solución lo que haga es alentar el surgimiento de una «democracia catalana» ya separada de la «democracia española».

Pero lo cierto es que el argumento más contundente fue el que presentó la única mujer de este debate a cuatro: Soraya señaló que la política no es cuestión de proponer sino de hacer, y en eso los tres contendientes masculinos están completamente pez, pues el que más lejos ha llegado, Pedro Sánchez, ha tenido como máximo escalón de responsabilidad el ser un servil diputado de brazos de madera. Lo cual se manifestó en propuestas tan inicuas como la subida del salario mínimo o la mejora general de las condiciones laborales, medidas que en nada sirven para eliminar la realidad de la ausencia de carga de trabajo objetiva que está a la base del desempleo masivo que existe en España; aparte que nuestra presencia en la Unión Europea condiciona cualquier tipo de política exterior e interior. En cualquier caso, ¿qué sentido tiene invocar los «problemas sociales» si en ningún momento ninguno de los tres candidatos que se opuso a la Vicepresidenta Soraya señaló qué hacer en referencia a las amenazas formales y explícitas que sufre constantemente la Nación Española? Porque ya sería el colmo del delirio y la estupidez seguir hablando de políticas sociales sin concretar a qué sociedad política se están refiriendo.

Desde la Fundación Denaes valoramos con cierto pesimismo lo que puedan ofrecernos cualquiera de los partidos nacionales que se presentan a estas elecciones generales del 20 de Diciembre, en lo que se refiere a la defensa de la Nación Española que nuestra Fundación enarbola. Ninguno de ellos puede considerarse que realice una defensa suficiente de la Nación Española frente a las amenazas que sufre. Sin embargo, a la hora de escoger el mal menor, no podemos dejar a un lado que el Partido Popular, con todas sus fallas, es el único de quienes aspiran a gobernar (lo que ya es triste de por sí) que en su programa electoral exhibe sin complejos la bandera española y señala algo tan aparentemente obvio como que la democracia y el bienestar de los españoles tienen su sustento en la existencia de la Nación Española.

Fundación Denaes, para la Defensa de la Nación Española.