Las algaradas de Alcorcón (Madrid) entre bandas de hispanoamericanos y grupos de jóvenes autóctonos han vuelto a poner sobre el tapete la integración de los inmigrantes. Lo cual no es muy justo, porque la existencia de bandas juveniles de tono delincuencial no puede enturbiar la realidad de una inmigración hispanoamericana muy mayoritariamente integrada. ¿Ante qué estamos?
Es ya tediosa la reacción mecánica de los medios de comunicación ante este tipo de sucesos, con el tópico recurso a conceptos político-morales (racismo, xenofobia, etc.) cuando se plantean problemas que, en rigor, pertenecen más a la esfera del orden público. Por otro lado, sucesos como los de Alcorcón no tienen tanto que ver con el “racismo” como con una dolencia de desestructuración social. Sencillamente, todos necesitamos sentirnos parte de algo, y si eso se nos niega, todos tendemos a buscar esa instancia de reconocimiento en otro sitio, sea una tribu urbana o sea cualquier otra forma de integración. Ese principio vale para unos jóvenes inmigrantes que no se sienten parte de su nueva tierra, pero vale también para unos jóvenes españoles educados en la negación de una patria, de una comunidad –y a la que creen reencontrar cuando descubren a un “enemigo”.
A las bandas juveniles hay que aplicarles la ley. Y a los jóvenes, de aquí y de allí, hay que enseñarles que son parte de algo y que su libertad individual se enmarca en un orden colectivo. La nación es parte de ese orden. La nación española, es decir, una comunidad, una herencia, una ley.