España no puede seguir en una situación como la actual. La verdadera transición no es la que hemos dejado atrás, sino la que tenemos aún por delante.
El Estado, más que la nación, ha festejado con abundantes dosis de nostalgia el trigésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio de 1977. La efeméride ha servido para escuchar la habitual cantinela sobre las virtudes de la transición política y del consenso.
Podemos estar de acuerdo en encomiar las virtudes de un proceso que permitió pasar de un régimen autoritario a otro democrático, por supuesto. Pero no sin subrayar, acto seguido, que aquello pasó hace treinta años, es decir, muchísimo tiempo, y que hoy, treinta años después, con ese mismo sistema, con esos mismos partidos y con la misma Constitución nacida de aquel proceso, la situación es la siguiente: la voluntad popular expresada a través del voto, desvirtuada por el peso desmedido de minorías separatistas que condicionan la política nacional; la unidad nacional consagrada en la Constitución, adulterada por estatutos de autonomía que reivindican la condición “nacional” para sus regiones; la lengua y la cultura españolas, comunes de la nación, perseguidas y marginadas por determinados poderes regionales; el enemigo más feroz de la democracia española, es decir la banda terrorista ETA, sentada en las instituciones.
Es muy agradable sumirse en la nostalgia y cantar la bondad de lo que fuimos, pero lo realmente importante, hoy, es atender a lo que somos en el momento presente. España no puede seguir en una situación como la actual. La verdadera transición no es la que hemos dejado atrás, sino la que tenemos aún por delante.