Francisco Caja

La Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña origina un gravísimo problema político cuya naturaleza debe ser claramente identificada. ¿Qué sucede cuando el órgano designado para salvaguardar la Constitución, para impedir cualquier reforma fraudulenta de la misma, para asegurar que ninguna ley esté por encima de la Constitución, declara constitucional una ley, el Estatuto de Cataluña en este caso, que implica inequívocamente una reforma de la Constitución?


La Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña origina un gravísimo problema político cuya naturaleza debe ser claramente identificada. ¿Qué sucede cuando el órgano designado para salvaguardar la Constitución, para impedir cualquier reforma fraudulenta de la misma, para asegurar que ninguna ley esté por encima de la Constitución, declara constitucional una ley, el Estatuto de Cataluña en este caso, que implica inequívocamente una reforma de la Constitución?

En primer lugar, ello significa la usurpación del poder constituyente de las manos de su legítimo detentador: el pueblo español. Crimen de lesa democracia, pues ese poder es fuente de legitimidad democrática de todo ordenamiento jurídico. Y esto lo que significa la Sentencia constitucional. El acontecimiento final que concluye un proceso de subversión del orden democrático iniciado en el Parlament de Cataluña, sancionado después por las Cortes Españolas y confirmado en referéndum por una parte minoritaria del pueblo español, los ciudadanos de Cataluña, y éstos también de forma minoritaria (el Estatuto sólo obtuvo el apoyo explícito del 35% de los votantes catalanes). No hay aquí ningún “conflicto de legitimidades” como pretende la “patafísica jurídica” nacionalista. El poder de hacer y reformar la Constitución reside exclusivamente en el legítimo titular del poder constituyente, el pueblo español, de acuerdo con el procedimiento previsto en la propia Constitución. De otra manera se produciría un efecto indeseable, a saber: los poderes constituidos estarían por encima del poder constituyente; como escribía Alexander Hamilton: los representantes del pueblo serían superiores al propio pueblo. O sea, un verdadero autogolpe de Estado.

Sabido es que para garanrizar la eficacia del principio de la supremacía de la Constitución sobre las leyes, las propias constituciones establecen una serie de cautelas respecto a su reformabilidad, disponiendo un procedimiento que se caracteriza por su especialidad y rigidez. Y al mismo tiempo se establece una garantía adicional para el caso de que cualquier poder constituido, ante la imposibilidad de proponer una iniciativa de reforma de la Constitución y aprobarla en la forma prevista en la misma (fundamentalmente porque no puede alcanzar el consenso necesario para ello, una mayoría cualificada), intente esa reforma mediante una ley ordinaria (en este caso la Ley de Reforma del Estatuto de Cataluña). Es lo que se llama técnicamente una reforma implícita de la constitución. En nuestro ordenamiento esta es la función del Tribunal Constitucional: depurar el ordenamiento jurídico de cualquier ley inconstitucional y asé evitar su reforma implícta.

Pues bien, nos hallamos ante este caso. Los partidos nacionalistas, que constituyen la mayoría del Parlament de Cataluña, intentaron esa reforma constitucional mediante la reforma estatutaria. La fórmula les fue proporcionada por el que fuera vicepresidente del Tribunal Constitucional, en la actualidad Presidente del Institut d’Estudis auntonòmics, D. Carles Viver i Pi Sunyer. La inconstitucional Ley de Reforma del estatuto de Cataluña fue sancionada después por la mayoría del congreso y Senado y refrendada, minoritariamente, por el pueblo catalán. Quedaba sólo que esa reforma implícita, y por esta razón fraudulenta, de la Constitución pasase el filtro del Tribunal Constitucional. La supresión del recurso previo de inconstitucional hacía posible esta aberración procesal; que la ley llegase al TC una vez aprobada por el Parlament de Catalunya, las Cortes y refrendada por el pueblo catalán . ¡Qué manera más segura de crear un conflicto político de forma gratuita!

Pero el Sr. Zapatero controlaba el Tribunal Constitucional y ese tribunal ni sabía ni quería parar el golpe. Ha dictado una sentencia que desmantela tanto el espíritu como la letra de la Constitución, técnicamente lamentable, que sólo recorta aquellos aspectos más escandalosamente inconstitucionales de la norma estatutaria. No conocemos al día de hoy los fundamentos de la sentencia, excepto aquellos que ha filtrado un periódico de Cataluña, pero lo conocido basta para afirmar su iniquidad y aberración técnica.

Sin duda la forma de designación de sus miembros ha sido decisiva. Los firmantes de la sentencia son todos los miembros del tribunal designados a propuesta del PSOE, más el designado a propuesta de los nacionalistas catalanes y uno más. Este es el miembro del tribunal que ha inclinado la balanza, pues sabido es que doña Maria Emilia Casas, la presidenta del Tribunal, no estaba dispuesta a hacer valer su voto de calidad para desempatar. Y ese voto de más, el que ha inclinado el fiel de la balanza, pertenece al vicepresidente del Tribunal, Don Guillermo Jiménez Sánchez, cuyo nombramiento fue propuesto por el PP, de quien se esperaba una ponencia “más dura” tras el rechazo de las sucesivas ponencias de Doña Elisa Pérez Vera, que ni siquiera fue sometida a votación. ¿Recibió órdenes de alguien don Guillermo para no perseverar en su intento y votar positivamente la ponencia de doña Emilia idéntica a la de Doña Elisa que había rechazado explícitamente el Sr. Jiménez o fue una decisión libremente decidida? No lo sabremos. Lo que si sabemos es que el disputado voto del Sr. Jiménez, sumado al de los llamados “progresistas”, ha resultado decisivo para alumbrar tan inicua sentencia.

Los Magistrados del Tribunal han alumbrado un monstruo jurídico. De haber cumplido con su misión constitucional el TC debiera haber rechazado la norma estatutaria por fundamentarse en un principio no sólo incompatible con la Constitución sino de naturaleza sediciosa: a saber, por basarse en un fundamento inequívoco, Cataluña es una Nación soberana Una soberanía de Cataluña que el Estatuto presupone y de la cual la Nación catalana dispone libremente acordando graciosamente su asociación con el Estado Español y fijando unilateralmente sus condiciones. Por eso la tímida rebaja del constitucional resulta inaceptable. Es cierto que no acepta el término nación y rechaza la soberanía de Cataluña pero, en primer lugar, lo hace el términos que resultan jurídicamente aberrantes. ¿Cómo se puede decir que un fragmento de un texto jurídico no tiene efectos jurídicos y conservarlo al mismo tiempo? En segundo lugar, lo más importante: la declaración como constitucionales de la mayoría de los preceptos estatutarios significa, por la razón que se oponen frontalmente a normas orgánicas, una reforma implícita, es decir fraudulenta, de la Constitución, pues esas normas orgánicas lo son en desarrollo de las competencias estatales fijadas por la propia Constitución y para fijar la efectividad de la misma. Y el Estado no puede alterar su contenido adaptándolo a la norma estatutaria sin vulnerar los preceptos constitucionales. Dicho en román paladino: eso equivaldría a reformar la constitución catalanizándola, o sea, invertir el rango de la norma estatutaria asignándole una función constituyente.

Por otra parte la técnica de la declaración de constitucionalidad acompañada de una interpretación restrictiva: el precepto es constitucional siempre y cuando se interprete en el sentido fijado por el Tribunal constitucional resulta técnicamente inaceptable por incurrir en contradicciones flagrantes y dar lugar no sólo a la más absoluta inseguridad jurídica sino también por asegurar una conflictividad jurídica permanente. Un ejemplo bastará para mostrarlo.

La Sentencia afirma taxativamente que el artículo 6.1 es constitucional excepto en el término “preferente” aplicado a la lengua catalana. Así el inciso “[la lengua catalana] es también la lengua normalmente utilizada como lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza” es, para el TC, perfectamente constitucional. Pero, si atendemos a la interpretación restrictiva del art. 35.1 y 2, nos enteramos de que ese precepto es constitucional siempre y cuando no se interpreten en el sentido de la exclusión del castellano como lengua vehicular y de aprendizaje. Y esto ya es excesivo. El Tribunal constitucional no sólo reforma la constitución sino que, al parecer, reforma la gramática de la lengua española: el uso en este caso del artículo determinado denota exclusividad. La expresión : el catalán es «la lengua normalmente utilizada como lengua vehicular y de aprendizaje» quiere decir, en castellano y hasta en catalán, que es la única lengua utilizada normalmente como lengua vehicular, no que sea una de las lenguas vehiculares, o simplemente que sea lengua vehicular. Si digo: «el color de esta camiseta es rojo» no estoy diciendo que uno, entre otros, de los colores de esta camiseta sea el rojo. Si la exclusión del color verde en las camisetas es inconstitucional, consecuentemente cualquier precepto que declare que el color de las camisetas es el rojo ha de ser considerado inconstitucional. Lo cierto es que hasta la gramática debe reformarse para que el Estatuto encaje en la Constitución: una tarea digna de Procusto.

El fracaso de TC, anunciado, presumible, no es sólo el fracaso del garante contra una reforma fraudulenta de la Constitución. Es el fracaso y la destrucción de todo el sistema político-constitucional español. El frente nacional catalanista ha salido fortalecido del envite. La sentencia no sólo acrecienta sus privilegios sino que alimenta hasta la más completa satisfacción su calculado victimismo. Porque, ¿qué es lo que quieren los nacionalistas? No es posible responder a esta pregunta sin conocer la naturaleza profunda del catalanismo. El error más grave que puede cometerse es creer que los nacionalistas quieren la independencia. No la quieren. Sería para ellos la ruina. Amenazan constantemente con ella, agitan el fantasma de la independencia para obtener una posición de ventaja y privilegio. Lo que les interesa es convertir al resto de España en una colonia. Ese ha sido históricamente su programa.

Ciertamente existen independentistas, pero son una parte menor, ínfima, del nacionalismo. Los nacionalistas quieren ser un estado asociado, como Ibarreche: intervenir y no ser intervenidos, disponer del mercado español sin restricciones y blindarse fiscalmente para contribuir a los gastos generales del Estado en la medida que ellos dispongan. O sea, el retorno a la vieja forma del estado feudal. Ellos saben que esa es una posición de ventaja y la única manera de permanecer en el interior de la UE. Por esa razón su máximo interés es ser reconocidos como una nación… soberana, que magnánimamente se aviene a asociarse, en lo términos que ella decida, a España. No es, por tanto, esta cuestión, una cuestión meramente simbólica. Representa la esencia de las condiciones de ese contrato leonino (ellos le llaman pacto constitucional o autonómico) que dan a firmar a “España”. El lema de la manifestación convocada por los nacionalistas en respuesta a sentencia lo confirma. Ellos deciden, pues son una nación. Esto es, los términos de nuestra asociación al Estado español los decidimos nosotros unilateralmente (el pueblo catalán lo ha decidido en referéndum) y si no, nos vamos (una amenaza que nuca cumplirán, porque ni quieren ni pueden).

Pero, la Sentencia del Tribunal Constitucional no sólo les ha concedido, haciendo añicos el espíritu y la letra del la Constitución, la práctica independencia en casi todos los ámbitos, sino que además les ha dado una satisfacción aún mayor: un motivo para seguir presentándose como víctimas de la intolerancia imperialista de una Nación hostil a la libertad Cataluña desde siglos. Las palabras pronunciadas por Pujol (el constructor de Cataluña) nada más conocer el fallo de TC lo confirman: una “humillación” para Cataluña. Porque la demanda del nacionalismo catalán no es otra que la acuñada para la ocasión de la actitud de Juan II en el rescate del sobrino del alcalde de Ronda : el oro y el moro. No sólo el contenido material de lo que los preceptos de Estatuto recogían (el oro), sino también el reconocimiento de la soberanía de Cataluña (el moro). O, dicho de otro modo, La Nación Catalana se asociaría libremente al Estado Español según esa conocida fórmula: lo mío, mío; lo tuyo, de los dos. El viejo proyecto imperial de Prat de la Riba.
Y ante esa demanda la respuesta que nuestros gobernantes han proporcionado con la Sentencia del Constitucional no puede ser calificada sino de la forma con la que Churchill juzgó el “acuerdo de paz” de Chamberlain con Hitler: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y además tendréis la guerra«. ¿Cómo es posible que el PP de Rajoy comulgue sin ningún rubor con la piedra de molino de la Sentencia? Y no es necesario apelar a los principios, basta reparar en el tremendo error estratégico que su dontancredismo político supone ante una situación como la presente. Su política es la política de la avestruz.

No hay otra opción democrática que acatar la sentencia, pero ello no obsta, para restaurar la vigencia de la democracia en España, para que emprendamos la inmediata reforma de la Constitución. Porque está ya reformada, pero por unos pocos para reinstaurar sus privilegios. Es la única vía democrática para devolver a todos los españoles los que le han arrebatado unos pocos: el poder constituyente. Para que sea el pueblo español, sin exclusiones, quien decida cómo debe ser el orden político en el que quieren vivir en el futuro. La única vía que le queda al partido de la oposición para no hacerse cómplice de esta verdadera reforma fraudulenta de la Constitución perpetrada por el PSOE, que un vergonzante TC no ha sabido ni querido impedir. Para apartar a la Nación española de la derrota que lo precipita hacia el maelstrom de su liquidación como una democracia constitucional. Ahora más que nunca es preciso recordar los términos con los que la Constitución de las Cortes de Cádiz iniciaba el camino de la España democrática: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”.

2 de julio de 2010.