A rebufo de las negociaciones abiertas por el Ejecutivo de Pedro Sánchez para ceder más competencias al País Vasco —parte de la renta exigida por el PNV a Sánchez para que éste siga ocupando la Moncloa— el Partido Popular de Galicia ha promovido un acuerdo parlamentario para solicitar a Madrid la creación de una Comisión mixta de transferencias que permita a Galicia alcanzar también el límite competencial de su autogobierno. Del catálogo de competencias en traspaso, los populares gallegos se inclinan por reclamar primero las de tráfico y seguridad vial, algo que en su día ya hizo el bipartito de Touriño. No obstante, esta enmienda introducida por el PPdeG a la propuesta del BNG va mucho más allá, exigiendo además negociar todos los traspasos de competencias pendientes a Galicia, así como «aquellas nuevas o que el Gobierno gallego considere convenientes, contemplando todas aquellas que ya fueron transferidas o se están negociando con otras comunidades autónomas».

En la institucionalización del nacionalismo gallego, como en la del resto de nacionalismos, cabe distinguir dos vertientes; una relativa a la operatividad de la propia institución y otra relativa a su necesaria justificación. De acuerdo con la terminología del materialismo filosófico, esta es la diferenciación entre el momento «tecnológico» y el momento «nematológico» de toda institución. Así, el momento tecnológico de la institución que representa la Xunta de Galicia se correspondería con su funcionalidad práctica, es decir, con el despliegue operativo de todos sus componentes legislativos, jurídicos, parlamentarios, administrativos, etc. Por otra parte, cabe señalar que el andamiaje resultante de esta operatividad no se podría sostener sin el concurso de una «nebulosa» ideológica (nematología) actuando a modo de justificación de dicha operatividad. Una «nebulosa» conforme a la cual se explicaría, sin ir más lejos, la enmienda introducida por los populares o lo que aducía su diputada Paula Prado al respecto, insistiendo en que «Galicia tiene los mismos derechos que el País Vasco o Cataluña, por lo que demandamos que se negocie en igualdad de condiciones y al mismo nivel».

Desde luego, esta nebulosa ideológica que se empeña en justificar el nacionalismo gallego no aparece de manera inopinada, sino que es fruto de un complejo proceso histórico en el que convergen diversos factores. Uno de ellos, presente desde los nebulosos orígenes decimonónicos del galleguismo, podría condensarse en la expresión «regionalismo anticentralista». Este tipo de particularismo (o provincialismo, si se quiere), cogió impulso de la mano de la pequeña burguesía gallega con la creación de las denominadas Irmandades da Fala, la primera de las cuales fue la de La Coruña en 1916, y con la difusión de publicaciones periódicas como La Voz de Galicia, A Nosa Terra o Revista gallega. Antón Villar Ponte (1881-1936), primer Consejero de la Irmandade de La Coruña, escribía en una de ellas: «¡Ah! el alma gallega aún despierta enérgica, valiente, soberana cuando algo digno pulga las fibras de su sentimiento adormido. Por eso ahora que está despierto hay que estimularlo para que lleve á cabo grandes empresas. Hay que hacerlo vibrar al son de un regionalismo salvador. Hay que advertirle que así como en la sociedad impera la farsa y la franqueza en la familia, también en la España centralizadora palpita la inmoralidad, el despilfarramiento, la insubstanciabilidad; y en la región, en cambio, la sinceridad, la buena fé y el patriotismo no son palabras huecas y máscaras doradas que encubran la falsia, la indignidad y el egoismo refinado. Todo lo contrario…» (El regionalismo latente (Plática), Revista gallega, nº 506).

En el sustrato ideológico de las palabras de este prócer del galleguismo se halla un inveterado  sentimiento de apego al terruño y a la familia entremezclado con una visión casi mesiánica del regionalismo. Un culto poco disimulado al sentimiento y a lo espiritual que en cierta medida entronca con la filosofía romántica alemana del siglo XIX. Asimismo, el movimiento en defensa y dignificación de la lengua gallega, que el propio Villar Ponte promovió desde las páginas de La Voz de Galicia con la publicación de su folleto Nacionalismo gallego (Apuntes para un libro). Nuestra afirmación regional, se compadece enteramente con el planteamiento de Humboldt, según el cual la lengua es expresión no únicamente de la persona sino del alma misma de un pueblo (Volksgeist). Asomaba ya en ese escenario un mito, el de la Cultura, que iría cristalizando acompasado con el auge de los regionalismos catalán y vasco. No en vano exclamaba Villar Ponte en el citado artículo: «¡Oh, Madrid! Tiene razón sobrada la ilustradísima Cataluña para aborrecer hondamente el malhadado centralismo». En aquella fecha apenas habían pasado nueve años desde la fundación del PNV de Sabino Arana y doce desde la aprobación de las Bases de Manresa por la Unió Catalanista de Domenech y Montaner y Prat de la Riba entre otros. En la que usualmente es considerada el acta fundacional del catalanismo político, se prescribía que «la lengua catalana será la única que, con carácter oficial, podrá usarse en Cataluña y en las relaciones de esta región con el Poder central» (Base 3.ª); y que «la enseñanza pública en sus diferentes grados y ramas deberá organizarse de una forma adecuada a las necesidades y carácter de la civilización de Cataluña» (Base 15.ª). Resulta palmaria por tanto no sólo la sincronía en los orígenes sino también la similitud de los viscosos contenidos de unas nematologías que se han ido reconociendo mutuamente y homologando hasta nuestros días, al calor de la ficticia pero efectiva dialéctica del nosotros-ellos.

Lejos de querer disipar toda esta nebulosa ideológica, el Partido Popular de Galicia, con Feijóo a la cabeza, no pierde ocasión para reivindicar el galleguismo como un «trazo ideológico diferencial» de su formación política. Tal vez sólo sea una estrategia acomodaticia puesta en marcha para mantener el poder so pretexto de salvaguardar un valioso folclore, o quizá un nacionalismo burdamente enmascarado bajo las siglas de un partido político que dice defender lo contrario. Lo primero sería vergonzoso, lo segundo algo mucho peor.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía.