Pero ya es desdicha que una decisión estrictamente legal pueda ser vista por el Gobierno como un obstáculo.
Vivimos en un Estado de derecho que se rige por los principios convencionales de cualquier sistema moderno. Es decir que, entre nosotros, la nación –la soberanía nacional, encarnada en el pueblo español- delega su gobierno en el Estado, el cual funciona según la clásica división de poderes: ejecutivo (Gobierno), legislativo (Parlamento) y judicial (Tribunales).
El actual ejecutivo, a la hora de trazar su política de acercamiento al mundo de ETA, requirió del legislativo una autorización genérica que obtuvo por mayoría suficiente. Después ninguneó al Parlamento: primero, con aquella bochornosa comparecencia en una esquina del edificio del Congreso, fuera del ámbito parlamentario real, y ahora con esa cacicada de negarse a discutir las propuestas de la oposición. El ejecutivo, pues, ha intentado eludir el prescriptivo control del legislativo, en lo que constituye una evidente agresión a la democracia.
Ahora el otro poder, el judicial, ha aplicado estrictamente la ley y ha declarado terroristas a las organizaciones juveniles del mundo de ETA-Batasuna. La decisión supone un golpe evidente para el “proceso de paz” gubernamental. Pero ya es desdicha que una decisión estrictamente legal pueda ser vista por el Gobierno como un obstáculo.
Esta decisión judicial significa que el Estado, en España, pese a todo, sigue funcionando. La nación puede seguir confíando en las instituciones del Estado. Pero nadie lo dude: también podría sobrevivir a ellas. Porque el Estado se basa en la nación, y no al revés.