Pasada la Diada de 2019, día de la fiesta nacional de Cataluña y exhibición anual del músculo nacionalista en función de la participación y calidad del espectáculo, buena parte del tertulianismo opinante y creador de pequeños pero muy eficaces mitos ha transmitido la idea de que el nacionalismo está en un momento bajo incluso a vaticinar su principio del fin.

Es cierto que se puede hablar de pinchazo en cuanto a participación; si la Guardia Urbana ha cifrado ésta en 600.000 personas, lo más lógico es que haya habido menos de la mitad. Aun así, no nos engañemos, es muchísima gente. Sobre todo si tenemos en cuenta el desastre en que ha devenido el proceso, afortunadamente, y las peleas internas de los partidos secesionistas.

Siempre es buena noticia la bajada de participación en los aquelarres nacionalistas, no cabe la menor duda, pero es necesario distinguir entre el fin del proceso tal y como se diseñó, y el supuesto declive del nacionalismo.

El proceso ha fracasado -a pesar de nuestros políticos, no gracias a ellos- porque la vía judicial ha funcionado y, sea cual fuere la sentencia, ahora saben que no pueden escapar de ella si no es vía Bélgica. La cuestión es analizar el estado de salud de la sociedad catalana, si el cáncer remite o ha hecho una metástasis, y no hay motivos para creer que el fanatismo de las sectas nacionalistas se diluye aunque se dividan entre ellas. La realidad es que la mayoría de la juventud catalana ha crecido creyendo a pies juntillas que Cataluña es una nación realmente oprimida y maltratada por el opresor Estado español.

¿Cómo ha podido el nacionalismo catalán calar de forma tan profunda e irreversible en la sociedad catalana? ¿Cómo es posible que después del vergonzoso espectáculo de los políticos catalanes durante el proceso no exista un rechazo total por tan nefasta ideología? Para responder estas preguntas es necesario volver 30 años atrás y hablar de la supuestamente desaparecida CiU -junto con el PNV y BILDU, el partido más repugnante de España- y de su líder, Jordi Pujol.

Pujol, hacedor de países imaginarios, el hombre capaz de “fer país” de una manera absolutamente eficaz, tanto que son sus políticas las que disfrutamos ahora. El nacionalista moderado -como si tal cosa fuera posible- dispuesto a cooperar en la gobernabilidad de España -siempre a buen precio- y que se envolvía en la bandera catalana cada vez que los casos de corrupción le rozaban con éxito indescriptible, fue quien sembró el fanatismo que vemos hoy en buena parte de la sociedad catalana.

Prueba de que no se trata de meras conjeturas es el documento filtrado a la prensa el 28 de octubre de 1990. Documento de veinte folios, en el que trabajaba en esos momentos el gobierno catalán y la cúpula de CiU, que establecía la estrategia a seguir para crear en la sociedad un sentimiento sólido de nación independiente, que incluía los llamados Països Catalans, en el marco de la Unión Europea.  El escrito abarcaba todos los ámbitos de la vida catalana de forma que nada quedase fuera de la esfera de influencia de su ideología. Tampoco escatimaba medios para fomentar la catalanidad (cosa que jamás han sabido explicar qué es), siendo la enseñanza, la lengua y los medios de comunicación los ejes fundamentales para la construcción del sentimiento nacionalista.

La famosa frase de Pujol, avui paciencia, demá independencia, fue una clara muestra de su visión de futuro. Él sabía lo que quería construir, tenía un proyecto sólido, un objetivo definido y conocía la manera de llevarlo a cabo de forma eficaz; pero la mayor virtud de Jordi Pujol fue no tener una visión cortoplacista ni del poder ni de su propio objetivo, a diferencia de los gobiernos centrales con los que pactaba. Entretanto, supo calmar las ansias independentistas internas, no negándolas, sino aplazándolas. Y, de paso, por el camino se hizo rico. Éste es el hombre que fue nombrado Español del año’ en 1984 por el periódico ABC.

Era difícil con un plan tan extraordinariamente diseñado y con los medios necesarios que no alcanzara el éxito. Más, cuando su gran aliado fue el Estado, el convidado de piedra por voluntad propia en este proceso de desafección hacia todo lo español. Pero en esta ocasión la estatua del Estado no ha dado señales de vida en ningún momento para dar una lección al joven impertinente que se burla de él, sino que ha permanecido impasible ante los continuos desafíos del Don Juan deslenguado e irrespetuoso. Lo máximo que llegó hacer fue aplicar in extremis un artículo 155 sin contenido alguno.

Con el proceso fracasado, cabría pensar que puede revertirse el desastre catalán. Desgraciadamente no hay ningún dato que nos lleve a pensar en esta posibilidad. A las puertas de otras elecciones, con un megalómano de libro como más que posible ganador -que ya ha fraguado oscuros pero evidentes pactos con ERC y BILDU-, y el centro derecha en plena pugna por el liderazgo de la oposición, no se atisba que se pueda emprender una política eficaz y capaz de revertir el daño producido a lo largo de décadas.

Puesto que de la izquierda indefinida española nada se puede esperar, es el momento de exigir a las fuerzas llamadas de centro derecha el tan manido y poco practicado sentido de Estado para hacer frente a los nacionalismos que asolan toda España, no sólo Cataluña. Aunque pedir sentido de Estado es quizá mucho en un entorno tan mediocre. 

Carmen Álvarez Vela