El Islam había roto la unidad visigoda produciendo la dispersión de sus partes, unas partes que terminan coordinándose y reuniéndose bajo un Imperio católico que trata de restituir la unidad cristiano-romana previa, pero con una identidad, ya distinta de la romano-visigoda.


Con el colapso de la Hispania romano-visigoda (el «Reino de Toledo») producido tras la invasión musulmana -por la que la unidad política peninsular se mantiene, pero a través de una nueva identidad califal islámica (al-Andalus que, por cierto, se constituye muy deficientemente como sociedad política)-, los núcleos dispersos de identidad cristiano-romanos asentados en el norte tratan de restablecer la unidad visigótica perdida (según la idea gótica mozárabe de re-conquista), pero con el resultado, al llevar a efecto el restablecimiento de la unidad cristiana peninsular, de la generación de una sociedad con una nueva identidad política que, si bien se asienta sobre las bases de la sociedad visigótica previa, sobre todo en el terreno jurídico -Liber iudicorum- y teológico político -conversión de Recaredo al catolicismo en el III Concilio de Toledo-, su desarrollo responde a unos principios constitucionales nuevos: el Imperio español (Alfonso III, Alfonso VI, Alfonso VII, emperadores, Alfonso X y el «fecho del imperio», &c.) es la nueva identidad política en la que se transforman las sociedades cristianas peninsulares -reinos, condados…- en lucha indefinida (infinita) contra el Islam; una nueva identidad que se va consolidando en su avance hacia el sur teniendo en la ciudad de Oviedo, fundada por Alfonso II como la «nueva Toledo» (que a su vez se fundó como la «nueva Roma»), su primer centro imperial de expansión.

Poco tiene que ver la sociedad formada a partir de este complejísimo proceso de expansión imperialista hacia el sur, con las sociedades prerromanas que habitaban en la península: salvo en el terreno antropológico (en el que se disuelve la política), nada tiene que ver España ni sus partes (desde Asturias a Granada, pasando por Cataluña, Galicia, provincias Vascongadas, Castilla…), con Iberia y las sociedades que la habitaban (cántabros, vascones, vacceos, layetanos, astures…).

Y es que el Islam había roto la unidad visigoda produciendo la dispersión de sus partes, unas partes que terminan coordinándose y reuniéndose (solidariamente) bajo un Imperio católico que trata de restituir («reconquista», según es concebido el proceso desde la idea goticista mozárabe) la unidad cristiano-romana previa, pero con una identidad, y esta es la cuestión, ya distinta de la romano-visigoda.

Es este el origen de España como sociedad política, cuya identidad, de ahí su novedad, no se va a agotar justamente en la restauración de su unidad peninsular (de hecho la unidad peninsular romano-visigótica ni siquiera se recupera políticamente a través de la nueva identidad española: ahí sigue Portugal desde Aljubarrota, y a pesar de su anexión por España entre 1580 y 1640), sino que esta unidad va a quedar completamente desbordada a través, sobre todo, del descubrimiento y conquista, con todo lo que ello implica (organización geográfica, jurídico-política, lingüística…), del «Nuevo Mundo». «La Española» o «La Nueva España» son nombres que hablan de una continuidad política imperial española cuya identidad se hace inasimilable con la identidad de la Hispania romano-visigótica (y es que este «salto oceánico», que decía Ortega, ya no se puede justificar desde luego como «reconquista»).

Históricamente hablando España es pues, sobre todo, la ejecución, hasta donde pudo -y pudo mucho- de ese proyecto imperial en lucha contra el Islam que, desbordando la unidad peninsular, convierte tres océanos, tras la anexión de Portugal, en, prácticamente, «mares interiores» suyos.