51KSNpbNdzL._SX346_BO1_204_203_200_.jpgLa palabra “nación” viene del latín natio/nationis (“lugar de nacimiento”). Si cada año nacen menos niños en España (42% menos en 2017 que en 1976), y esto ocurre de manera especialmente pronunciada en el caso de los bebés con mamá española (alrededor de 55% menos en 2017 que en 1976), cada vez tendemos a ser menos “nación” española. Y como además mueren más personas en España de las que nacen, y en especial en el caso de los españoles autóctonos, ¿no convendría acuñar la palabra “murión”, y empezar a usarla para referirnos a lo que tendemos a ser? Una definición de “murión” podría ser, por ejemplo, “dícese de la nación que tiende a morir por falta de nacimientos”. Tal es el caso de España, y a un ritmo algo mayor o menor que el nuestro, pero yendo en la misma dirección por baja fecundidad, de todas las naciones europeas, Estados Unidos, Canadá, Rusia, China, Japón, Corea del Sur y muchos más países, occidentales o no.

La gráfica siguiente muestra el saldo entre nacimientos y muertes en España desde 2010. La pendiente hacia el vaciamiento demográfico, salvo aflujos continuos de inmigrantes foráneos, es clarísima, y más en el caso de los españoles autóctonos. Si estuviéramos viendo una película americana de juicios, en la que el tribunal tuviera por cometido emitir un veredicto sobre si la salud demográfica de España es buena o mala, el abogado de la tesis de que nuestra patria está muy enferma en lo demográfico bien podría limitarse a mostrar esta gráfica a la sala, y tras ello, pronunciar el clásico alegato: “señoría, no hay más preguntas”. Y para empeorar las cosas, cuando en una sociedad caen los nacimientos, su población, en conjunto, tiende a estar más y más envejecida, porque en ella, al haber cada vez menos jóvenes y niños, cada año será más elevado el porcentaje de maduros, muy maduros y ancianos.

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Los números y su tendencia de esta gráfica asustan, ciertamente. Pero casi peor aún es que esto se veía venir desde hace décadas, porque la tasa de fecundidad de las mujeres españolas lleva décadas muy por debajo del nivel necesario para que se pueda producir el relevo generacional (2,1 hijos por mujer en países desarrollados y con muy baja mortalidad infantil y juvenil, como el nuestro), pero casi nadie levantó la mano hasta hace muy poquito para señalar que ese déficit de nacimientos, de persistir, nos llevaba a una España menguante y decrépita, y para advertir de que nuestra insuficiencia reproductiva es un síntoma clarísimo de que algo muy profundo no va bien en la nación española, que ya no es capaz de asegurar su perpetuación como sociedad humana, y que para empeorar las cosas, ni siquiera parece preocupada por ese déficit tan nocivo. Nunca ha registrado un barómetro del CIS que la falta de nacimientos fuese una preocupación de los españoles. Tampoco se ha oído apenas en ambientes políticos o académicos que esto fuese uno de los grandes problemas de España, si bien últimamente el tema va sonando un poco más en los medios de comunicación y en la política.

En concreto, en España necesitaríamos de un 60% a 70% más niños por española -y más o menos lo mismo por español, que esto es cosa de todos, de mujeres y de varones-, para que no seamos cada vez menos, y para que la sociedad no envejezca de manera intensísima, al haber un número menguante de niños y de jóvenes. Por ilustrarlo con una proyección nuestra, si las cosas siguieran indefinidamente en España con la fecundidad actual, las tasas de mortalidad siguieran reduciéndose al ritmo de las últimas décadas, y no hubiera flujos migratorios con el exterior, más o menos, nuestro país perdería la mitad de su población desde ahora hasta fin de siglo, y unos dos tercios de la que crea riqueza, la que está en edad laboral. Y en siglos subsiguientes, la pérdida de población sería aún más rápida. De manera aproximada, ocurriría lo que se ve en la gráfica siguiente.

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Como la falta de niños es un fenómeno esencialmente voluntario, y nos podría llevar a la desaparición a este proceso se le denomina “suicidio demográfico”. También se le llama, por analogía con la estación del año más fría, y aparentemente con menos vida, “invierno demográfico”.

Efectos del proceso de suicidio demográfico

La baja fecundidad, además de conducirnos hacia la extinción de continuar indefinidamente, antes de llegar a esa triste “estación término”, conllevaría previsiblemente indeseables consecuencias, tales como:

En lo económico. Empobrecimiento, por más gasto en pensiones y prestaciones públicas a los más mayores a costa de una población activa menguante y asimismo envejecida, menos consumo e inversión por la disminución y envejecimiento de la población, menos emprendimiento e innovación en una sociedad envejecida, desvalorización de las casas y otros activos de valor dependiente de la demografía, etc.

En la esfera privada-familiar. Empobrecimiento afectivo, con una soledad creciente, al haber cada vez más gente con muy pocos o ningún pariente cercano aguas abajo y por vías laterales (hermanos, hijos, nietos, tíos, primos, sobrinos….). También, un riesgo creciente de sufrir de mayores, además de una triste soledad, maltrato o “eutanasia” involuntaria, por lo costoso de atender debidamente a un número creciente de personas muy mayores por un número menguante de jóvenes y adultos de mediana edad.

En lo político. Degeneración de la democracia en gerontocracia, pero no en el sentido clásico griego de gobierno de los ancianos sabios, sino de preponderancia electoral indiscutible del votante jubilado, lo que podría ser una gran lastre sobre la economía y los bolsillos del contribuyente, y acarrear fracturas intergeneracionales, si los políticos priorizasen de forma absoluta la cobertura de las necesidades y deseos de los jubilados, que son legítimos, justos y necesarios en proporciones razonables respecto al PIB total, pero no si su satisfacción implica una excesiva losa impositiva para quienes crean la riqueza de que disfruta la sociedad, esto es, los trabajadores y los empresarios.

En lo geopolítico. Tendencia a la irrelevancia internacional de España y Europa, porque nuestro peso demográfico es cada vez menor, en un mundo en el que los niveles de productividad personal y renta per cápita de todos los países tienden a converger, lo que implica que, a más población de un país, más peso internacional, y viceversa. Y riesgo de perder capacidad de defensa ante vecinos potencialmente hostiles y con mejor salud demográfica.

Junto a estos efectos negativos, ya que no hay monedas sin dos caras, habría también algunos otros positivos de las dinámicas demográficas en curso. En el plano económico, cabe prever ahorros en gasto educativo, y en crianza de niños y jóvenes en general; ahorros en subsidios por desempleo (que tiende a desaparecer por jubilarse cada año más gente de la que, por edad, ingresaría en el mercado laboral, salvo que “nos pasemos de frenada” acogiendo más inmigración de la que necesitemos para cubrir nuestras carencias de mano de obra nativa); y ahorros en gasto en seguridad / justicia, pues la delincuencia es más propia de jóvenes. También las casas se abaratarían, ya sea para comprar o para alquilar, si bien será poco atractivo vivir en vecindarios y edificios que se vayan quedando vacíos de gente, por baratos que sean los precios. Y en el terreno social, como ya se comentó, tendería a desaparecer el desempleo y habría menos criminalidad. También se reducirían los riesgos de conflictos políticos violentos, por haber menos jóvenes, que han sido los protagonistas masivos de las grandes convulsiones político-sociales a lo largo de toda la Historia de la humanidad. En general, los efectos positivos colaterales del proceso de suicidio demográfico son parecidos a lo que la muerte conlleva de poner fin a todo tipo de problemas y sufrimientos, y, globalmente, no compensan. Pero es cierto que en los cementerios tampoco hay paro, ni pobreza, ni delincuencia, ni guerras, ni déficit público, ni impuestos abusivos, ni corrupción, ni desengaños amorosos, ni machismo, ni lo contrario (por esa misma razón, no poca gente acaba con su vida suicidándose, para librarse de sufrimientos)

Para evitar este desastre demográfico a cámara lenta, España necesita un apreciable y sostenido repunte de la natalidad. Una posible alternativa a esto, teóricamente, sería cubrir el hueco demográfico que dejemos los españoles nativos con inmigrantes foráneos, principalmente extraeuropeos. Pero la experiencia de otros países occidentales en esta materia indica que eso solo puede ser, en los mejores casos, una solución parcial a los déficits de natalidad de los autóctonos; y en los peores casos, una fuente de fracturas sociales y políticas de una magnitud que oscila entre lo apreciable y lo devastador. Por otra parte, a los países del antaño llamado “Tercer Mundo” ahora los denominamos “emergentes”, porque, afortunadamente, por fin están saliendo del subdesarrollo. Y con vistas al medio y largo plazo, entre la reducción de sus tasas de pobreza, y la caída de su propia tasa de natalidad (que ahora es entre la mitad y la tercera o cuarta parte de la que tenían el grueso de ellos hace medio siglo, y sigue cayendo), lo que hará que disminuya en esos países de manera drástica la presión demográfica interna, sus naturales tendrán en el futuro mucha menos propensión a emigrar que en las últimas décadas. Eso implica que la inmigración posible para España y Europa, cada vez más, será sobre todo la muy poco cualificada y sin apenas estudios, que solo podría acceder a una parte decreciente de los puestos de trabajo a cubrir en las sociedades cada vez más tecnificadas en que vivimos.

Así pues, la nación española necesita muchos más nacimientos. Si no, languidecerá, y su elemento humano tenderá a desvanecerse poco a poco. Por ello, para despertar tantas conciencias de compatriotas aún adormecidas frente al peligro que implica nuestro declive demográfico, y con ánimo descriptivo, tal vez convenga referirse a ella, mientras su natalidad siga siendo insuficiente, como “murión”, en vez de como “nación”.

PS Quien desee profundizar en este tema, si lo desea, encontrará una síntesis de ocho años de investigaciones y reflexiones sobre el tema en mi libro “Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo” (con prólogos de Joaquín Leguina, Josep Piqué y el prestigioso economista alemán Hans-Werner Sinn), disponible en Amazon, en español y en inglés. Por cierto, únicamente está disponible en Amazon por falta de interés en el tema de diversas editoriales españolas de primer nivel a las que presenté en su día el proyecto de este libro, bien porque interpretaron acertadamente que el tema no interesaría al público lector, bien por falta de dotes mías para convencerlas de que el tema sí interesaría.

Alejandro Macarrón Larumbe

Ingeniero y consultor empresarial

Director de la Fundación Renacimiento Demográfico