Nuestros padres y abuelos se criaron con el western como un escaparate cultural constante. Dicho género se hacía especialmente atractivo porque, amén de las películas, se vendía bastante bien en folletines, tebeos o libros. Muchos autores eran anglosajones, pero también hubo otras derivaciones: El espléndido y almeriense desierto de Tabernas se descubría como hermoso y cinéfilo escenario, donde los directores italianos crearon lo que después se llamaría “spaghetti western”, y tampoco los españoles se quedaron a la zaga, hablándose también de un “paella western”, subgénero que hizo las delicias del famoso y controvertido cineasta Quentin Tarantino.
Con todo, lo cierto es que aquel Lejano Oeste primó una visión angloamericana, lo cual empujó toda una visión histórica nada casual, pues hasta hoy perduran esas imágenes instantáneas del Séptimo de Caballería, los mexicanos o los indios, por ejemplo. Todavía el español de a pie identifica al indio no desde una visión hispanoamericana, sino desde una “visión western”, que no es otra cosa que una visión central angloamericana.
El western hubiera sido una ocasión magnífica para mostrar todo el legado español de aquellos amplios territorios; sin embargo, no fue así la cosa; pues se mostró una visión donde el legado hispano o importaba poco y para mal (con una vitola harapienta de por medio), o directamente ni existía.
Al respecto de lo hispánico, Estados Unidos se debate entre dos tendencias: El reconocimiento del legado hispánico como defensa de que la cultura europea/occidental ya estaba asentada antes de la independencia de las Trece Colonias; o frente a la enésima ofensiva indigenista, echar la culpa a los españoles, no vaya a ser que alguien se acuerde de las matanzas de indios del Séptimo de Caballería. Con todo, vemos cómo en esta disyuntiva indigenista, no son pocos los hispanoamericanos que participan en atacar a Colón, a Fray Junípero Serra, y a todo aquella que esté relacionado con la hispanidad en Estados Unidos; y ese es un problema nuestro, interno (en España hay tantos adeptos a la Leyenda Negra como en Hispanoamérica), y perdemos el tiempo si queremos buscar muchas culpas foráneas. Porque, con todo y con eso, lo cierto es que en Estados Unidos, desde la figura de Bernardo de Gálvez por delante, cada día se reconoce más y mejor el legado español; gracias a las sociedades históricas, pues no en todo el mundo, todo ha de pasar por el rodillo de la “clase política”, como tan malacostumbrados estamos en España.
Sin embargo, antes que las sociedades históricas extendieran su eco, yo tuve el privilegio de haber escuchado desde niño a mi paisano el historiador Francisco Rivas cómo todo aquello que concernía al western, al country y a lo cowboy era de origen hispano. Francisco y yo nos criamos en Bollullos de la Mitación, a menos de veinte kilómetros de la ciudad de Sevilla y a casi la misma distancia de algunos pueblos de la provincia de Huelva; en pleno corazón de la comarca del Aljarafe y en el camino directo hacia Doñana. Como Francisco (autor del libro Omnia Equi, entre otros) es especialista en el mundo del caballo, siempre señaló a Doñana como un lugar clave para entender la cultura que va a dar lugar a algo que vamos a ver mucho en el western, así como también lo vemos en los charros mexicanos, los llaneros de Venezuela y Colombia, los chalanes de Perú, los huasos de Chile o los gauchos de Argentina, Uruguay y Brasil; el producto de la cultura de frontera que dio lugar al hombre que hace su vida a caballo moviéndose entre diversidad de gentes; como Gonzalo Fernández de Córdoba -el Gran Capitán- era capaz de hablarle en árabe a Boabdil el Chico, estamos ante centauros que de las praderas del norte a las pampas del sur hablan y tratan en náhuatl, quechua, guaraní, aimara y lo que se ponga por delante. Conductores de ganados que son capaces de dirigir manadas por terrenos inmensos y atrapar el ganado cimarrón, forjando razas en la misma naturaleza; lo mismo que a día de hoy seguimos viendo en la Saca de las Yeguas de Almonte, el pueblo al que pertenece la aldea del Rocío y que ve muy de cerca cómo el río Guadalquivir desemboca en el Atlántico de Sanlúcar de Barrameda. Como siempre me enseñó Francisco Rivas, de este solar brotó la vaca mostrenca, antepasado directo de la vaca tejana, que pasó al Nuevo Mundo asentándose a su vez en Canarias. Asimismo, los famosos caballos mustangs tan característicos de Utah, Arizona y tantos otros pagos estadounidenses, deben su genética y su nombre a los caballos mesteños, esto es, “sin dueño”; animales rústicos con una gran capacidad de adaptación, nacidos y criados en una Doñana donde los inviernos son muy lluviosos y los veranos muy secos; los mismos caballos que todavía los almonteños doman en aquel inmenso, hermoso y fértil territorio que es a la sazón el parque nacional de Doñana, donde pervive el lince ibérico y donde algunos quisieran encontrar la mítica cultura de Tartessos y hasta la Atlántida, ya puestos.
De esta apasionante cultura se nutre la guarnicionería, extendida por toda la Piel de Toro como artesanía autóctona e inimitable, ligada al mundo del toro y del caballo, cuyas hechuras vemos asimismo en el cowboy.
Además, como insiste Francisco Rivas, también podemos incidir en el vestuario, pues desde la montura a los diversos artilugios utilizados por los vaqueros, rematando en la misma ropa, es de innegable origen hispánico; y aquí podemos especificar en la importancia de los Dragones de Cuera, esto es, soldados de élite (muchos de ellos nacidos en América) que con su coraje y talento ayudaron a extender las fronteras norteñas del virreinato de Nueva España. Sus chaquetas de cuero crudo (de ahí a su nombre) y sus pantalones de lona azulona inspirarán las hechuras y los colores de los futuros vaqueros del sur de los actuales Estados Unidos; y así se reconoce cada vez más allá, siendo ignorado mayormente en España, y no digamos en Hispanoamérica.
Como dato, válganos que los caballos mustangs están protegidos por las leyes federales estadounidenses, mientras que el ganado marismeño está en una situación cuanto menos complicada.
En estos tiempos, cuando tanto en España como en Hispanoamérica aflora un artificioso, virulento e ignorante animalismo -generalmente subvencionado desde entes ajenos a nuestro acervo cultural- y enfocado especialmente en destruir nuestras tradiciones rurales, el formato western puede ser la clave de la representación artística de la gran epopeya hispánica que, partiendo desde finales del siglo XV, se confirma en el XVI y se extiende hasta el XIX con la cultura de frontera enraizada en el mundo ibérico y luego adaptada al Nuevo Mundo. Pensemos que el Imperio Romano se caracterizó –entre otras cosas- por la calidad y cantidad de calzadas para tener bien comunicados sus dominios; y como su descendencia más legítima, la Corona española no fue menos, y salvando las distancias (con muchos más millares de kilómetros, todo hay que decirlo), comunicaron territorios aislados e inhóspitos en un imperio que se afirmó como bioceánico. Toda una política de misiones y presidios (fortalezas) sirvió para mantener amplias redes de comunicación ante la escasez de medios, y desde la primera fundación atlántica de Pedro Menéndez de Avilés (San Agustín, en la Florida; siglo XVI), hasta Juan Bautista de Anza fundando San Francisco en el último cuarto del siglo XVIII como gran balcón hacia el Pacífico, se forjó toda una cultura de aventureros, emprendedores, soldados, arquitectos, ingenieros, ganaderos, misioneros; de todos los tipos físicos habidos y por haber. Y a día de hoy, siendo Estados Unidos reconocida como primera potencia mundial, usa los caminos que fueron trazados por los españoles, así como hay muchos memoriales de la presencia española en diversos estados; cosa que no hallaremos ni en España ni en Hispanoamérica.
Así las cosas, si bien se ha perdido mucho tiempo, nos dice nuestro sabio refranero que nunca es tarde si la dicha buena. Parece que el formato del tebeo recobra importancia y ansias sobre la historia de España frente a la Leyenda Negra: Pensamos, por ejemplo, en el trabajo del ilustrador Juan de Aragón, Gálvez, la historia de un héroe español en América. Por desgracia, esto puede parecer una utopía frente al cine, mundo que, salvo honrosas excepciones, en España vive por y para ir contra España; a costa, eso sí, de jugosas subvenciones estatales. Con todo, decimos en tono quevediano que malos españoles seríamos si no nos lanzamos con temerario carácter, así que invocamos a los buenos e independientes componentes que pueda haber en el mundo de la ilustración como en mundo del cine y de la música a que retomen el “western”, pero esta vez como arquetipo de la cultura hispánica. Tanto las marismas de Doñana como el desierto de Tabernas recibirían muy bien la inspiración de los abnegados artistas.
Pero no sólo de los tebeos y de los cines podría vivir un genuino western hispánico, sino también de la música, a cuyos adeptos y hacedores también invocamos Y en todo este mundo que caracteriza a la cultura western, no podemos no debemos obviar a la música. Porque más allá de la clasificación en géneros, lo cierto es que como dice la historiadora María Elvira Roca Barea, desde el country hasta el rock tiene pinceladas hispanas; y más concretamente, novohispanas. Y es que como Roca Barea aclara, no se entiende buena parte de la cultura estadounidense sin ese virreinato de Nueva España que desde la Ciudad de México como esplendorosa base, fue capaz de unir desde el Caribe a Alaska. Y así, hasta el siglo pasado tenemos a Joe Falcón, descendiente de los canarios que llegaron a Luisiana en tiempos de Carlos III, protagonista de la primera grabación de cajún; así como el también descendiente de canarios Alcide Nunez fue protagonista de la primera grabación de jazz.
Con esto de la música en dirección al western, también podríamos aprender mucho en España, pues no somos conscientes del legado criollo que respiramos en el día a día, y ni el flamenco en particular ni la música en general escapa a ello.
Así las cosas, tenemos todos los cimientos para reinventar el western, para hacer, de hecho, un hispanowestern (permítaseme el neologismo) en todas sus dimensiones como instrumento de reconstrucción y reencuentro cultural, pudiendo así empujar caravanas de ilusión, trabajo y creatividad. Todo es ponerse.

Antonio Moreno Ruiz