Como semejante suplantación es en sí misma insensata, la única manera de acometerla es mediante medidas represivas de implantación artificial.
Un diario de Vigo informaba la semana pasada de que sólo hay tres alumnos –tres– matriculados en primer curso de Filología Gallega en la universidad de esa capital. Los tres alumnos, a juzgar por sus declaraciones, son militantes nacionalistas. Tan escueta realidad –tres alumnos, tres– contrasta con la agresividad que el gobierno gallego despliega en materia idiomática. Pero los ciudadanos, al final, siempre tienen más sentido de la realidad que sus políticos.
En esta casa siempre hemos defendido el valor histórico y cultural de las lenguas vernáculas: el catalán, el gallego, el vasco o el valenciano son lenguas tan plenamente españolas como el castellano, forman parte –todas ellas– de nuestro bagaje común, de nuestra identidad colectiva, y es sensato que su estudio sea obligatorio en las comunidades donde se hablan. Lo que carece de cualquier sentido es que pretendan reemplazar a la lengua española común, que es el castellano. Como semejante suplantación es en sí misma insensata, la única manera de acometerla es mediante medidas represivas de implantación artificial, tal y como hoy se sufre en Cataluña y tal y como pretenden imitar los separatistas de toda laya. ¿Por qué no dejan a los ciudadanos, simplemente, libertad?