Casi con toda seguridad, una de las modulaciones más significativas que han experimentado  en los últimos años las sociedades con mayor nivel de desarrollo tecnológico ha sido el aumento exponencial de la cantidad y el alcance de la información. A diario circula por ellas, apenas sin fronteras y con enorme velocidad, un flujo tal de información que excede con creces nuestra limitada capacidad de procesamiento. Esta realidad condiciona indefectiblemente la naturaleza del mensaje, que hoy ha de tener como notas distintivas la inmediatez y la superficialidad si aspira a provocar algún tipo de impacto. Los doscientos ochenta caracteres de un tweet, la foto en Instagram o la frase en el muro de Facebook garantizan la instantaneidad de una información que no puede más que adolecer de profusión en detalles. Malos tiempos, pues, para toda reflexión que pretenda rebasar el estrecho corsé de Twitter; malos tiempos para mensajes que no se conviertan en fogonazos que incendien unas redes sociales que sólo sopesan el interés en función del número de likes; malos tiempos para aquellos contenidos que no lleguen nunca a ser trending topic durante unas horas. En suma, difícil encaje y acomodo en estos canales para quienes no midan su éxito por la diferencia aritmética entre followers y haters.

Los políticos no son en absoluto ajenos a esta nueva modulación, toda vez que han aprendido a desenvolverse, a menudo de forma aviesa y espuria, en el proceloso espacio social que la misma ha ido configurando. Tanto es así, que el discurso como forma de expresión política va quedando relegado en favor del mensaje corto en las redes; mucho más efectivo a la hora de influir en una masa social poco dispuesta o poco preparada para adentrarse en la complejidad de los matices y el rigor de la crítica. La clave de esa efectividad radica en buena medida en la habilidad para establecer una analogía entre el hashtag de moda y las etiquetas políticas que vienen funcionando desde hace tiempo como un verdadero mecanismo de clasificación y simplificación. En este sentido, las etiquetas «izquierda» y «derecha» son acaso los dos mejores ejemplos, por cuanto ubican con incomparable rapidez y casi de manera natural a cada participante en la arena política de las redes sociales. Sin embargo, con cada intervención en las mismas, con cada concatenación de tweets y retweets, los escasos razonamientos que se atreven a asomar la cabeza van perdiendo rápidamente fuerza hasta desvanecerse, siempre en favor de algún manido lema que despoja al autor de su singularidad y lo encapsula irremisiblemente en la etiqueta que se le ha adjudicado.

Este mecanismo es utilizado como un instrumento que genera una ilusión de claridad, con el que parece ahorrarse un tiempo muy valioso, con el que cada cual puede mostrar públicamente lo que es, e incluso con el que tomar el pulso al panorama sociológico cuando se avecinan elecciones. Este etiquetado es lo que nos ha permitido asimilar, por ejemplo, que los adjetivos «social» y «democrático» siempre se refieren a algo positivo, sin que importe a qué sustantivo acompañan; que el «diálogo» tiene una bondad consustancial que no admite adversativas; que existe un «derecho a decidir» que únicamente tienen determinados «pueblos»; que la banca es malvada por naturaleza; o que la «libertad de expresión» sólo se aplica cuando se injuria a España y sus símbolos. Asimismo, gracias a este trivial etiquetado hemos podido tomar conciencia de vivir en un «heteropatriarcado» insufrible, que solamente podrá ser erradicado con grandes dosis de «igualdad» y «paridad»; o que estamos rodeados de muchos burgueses indecentes obcecados en contaminar con sus vehículos diésel, burlándose así de forma desvergonzada del cambio climático en ciernes.

No menos válido ha sido el etiquetado para dividir España entre «progresistas» y «fachas»; entre quienes dicen querer prosperidad para un país cuyo nombre les sonroja, y quienes parecen oponerse a ello rescatando las peores esencias un pasado también convenientemente etiquetado por la Leyenda negra. Últimamente, la nómina de etiquetados como «fachas» ha crecido muy notablemente; casi se diría que no cabe uno más. En este improvisado «camarote de los hermanos fachas» se agolpan personas o figuras procedentes de los más diversos ámbitos, con trayectorias biográficas completamente distintas, señaladas y vilipendiadas a través de las redes sociales y los medios de comunicación por no ajustarse a los cánones del pensamiento dominante. Amontonados en esa especie de cajón desastre de la confusión, están desde el rey Felipe VI al almirante Cervera, de Pablo Casado a Joan Manel Serrat, de Albert Rivera a Frank Cuesta, o del torero Juan José Padilla a Joaquín Sabina… y paro aquí porque el listado resulta ya prácticamente inabarcable. Quizá sea como consecuencia de esta saturación de fachas o ultras que la ministra Isabel Celaá se vio obligada hace poco a diferenciar entre «derecha», «extrema derecha» y «extrema, extrema derecha» para referirse a Partido Popular, Ciudadanos y Vox respectivamente. Un intento de refinamiento en el etiquetado que obedece a fines partidistas y persevera en la estrategia de separar artificialmente entre buenos y malos, entre moderados y «crispadores», entre progresistas y herederos de la momia de Cuelgamuros. ¿No les suena aquello de «las dos Españas»?

Con todo, este ejercicio constante e indecente de maniqueísmo podría empezar a tener los días contados. El abuso y la degeneración en la utilización de etiquetas y mensajes huecos de contenido amenaza con dejar obsoleta la efectividad de dicha estrategia. Y es que la pólvora con la que algunos llevan tirando desde hace ya mucho quedará mojada cuando los etiquetados acaben comprendiendo que tras la etiqueta misma no hay más que oquedad; que esa dialéctica buenos-malos únicamente sirve para ocultar la falta de un discurso político sólido y bien fundado; y que los complejos derivados de asumir una Historia distorsionada y una idea de España bipolar sólo son un pesado lastre para el futuro de la nación.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía.