El proceso de constitución de España fue el de una constante expansión que llevó consigo a pobladores para repoblar las nuevas tierras conquistadas. Y esos pobladores no hablaban gallego, ni catalán, ni ninguna otra lengua vernácula, sino castellano, un verdadero «rumor de los desarraigados».


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Se ha hecho habitual, y se considera como algo indiscutible, la defensa y
promoción de determinadas lenguas regionales, reconocidas como
«cooficiales» en la Constitución de 1978. Se asume así de hecho que el
castellano sería una mera lengua cooficial más, perfectamente reducible aalgo marginal y sucedáneo, comparable con el catalán, el vasco, el gallego o cualquier otro idioma «nacional» reclamado por los partidos
nacionalistas. Estas lenguas cooficiales serían las auténticas lenguas de
esos territorios, lenguajes «populares» que representarían un «hecho
diferencial» frente al español, que sería para ellos una lengua impuesta
por poderes opresores, postiza.

Pero tras semejante razonamiento se esconde un embuste histórico de
grandes proporciones, una manipulación consciente de la Historia de España que produce auténtica vergüenza ajena. El proceso de constitución de España, del que hablamos en otros editoriales a propósito de las rebeliones cívicas, fue el de una constante expansión que llevó consigo a pobladores para repoblar las nuevas tierras conquistadas. Y esos pobladores no hablaban gallego, ni catalán, ni ninguna otra lengua vernácula, sino castellano, un verdadero «rumor de los desarraigados» que pasó de ser una lengua puramente local a convertirse en la lengua de España, como bien dejó sentado Elio Antonio de Nebrija en 1492 con la publicación de su Gramática de la lengua castellana o española. Justo entonces los musulmanes fueron expulsados de España con la toma de Granada y Colón desplegó velas hacia América, preludio de una expansión del idioma español por medio mundo hasta su realidad de cuatrocientos millones de hablantes que hoy día constituyen la Hispanidad.

Mientras, las demás lenguas regionales quedaron, en virtud de este proceso histórico, como meras expresiones de la nobleza local o de campesinos de zonas aisladas y deprimidas, incapaces de explicar los más complejos términos de nuestras sociedades. El eusquera, como bien señaló Unamuno, no tiene una palabra para designar a Dios, buena muestra de su limitación como lengua. Los procesos de recuperación de las lenguas vernáculas, que se reivindican como «normalización», son una contradicción, pues suponen
que los hablantes de esas lenguas son anormales y los lingüistas,
embutidos en sus batas blancas y seleccionando términos en sus
«laboratorios de idiomas», han de corregirles con su «lengua gramática», que nadie habla y carece de presencia histórica: las innumerables horas de catalán, eusquera o gallego «normalizados» en las televisiones autonómicas no sirven para que esos idiomas de laboratorio puedan hablarse, puesto que nada tienen que ver con la realidad social de las lenguas que dicen expresar.

Si en el País Vasco estas veleidades nacionalistas y lingüísticas siempre
tuvieron un fuerte componente racista, en Cataluña siempre ha sido un
movimiento de carácter clasista, el propio de la nobleza o burguesía que
se expresaba en catalán, pese a reconocer la importancia del español para algo tan elemental como sus negocios. Así, los españoles que no nacieron en Cataluña pero acudieron a esa región para trabajar, denominados despectivamente «charnegos», han acabado aceptando sumisamente los postulados de los nacionalistas catalanes, y no sólo intentan aprender catalán por imposición, sino que hasta se escandalizan cuando desde otras partes de España se denuncia que el español es perseguido en Cataluña, haciéndose así cómplices de sus amos, los señoritos catalanes.

Sin embargo, cuando se disputó la final olímpica de fútbol en Barcelona en 1992, todos los símbolos nacionalistas desaparecieron y el Estadio se
cubrió de banderas españolas, con los aficionados gritando «Campeones, campeones», y no «campions, campions», algo que también sucede cuando los «charnegos» acuden a los encuentros del Fútbol Club Barcelona y a otras manifestaciones deportivas de importancia. Y es que el español, mientras España siga existiendo, no es otra cosa que la lengua del pueblo, un instrumento revolucionario frente a los retrógrados y cavernícolas señoritos que defienden sus lenguas minoritarias como residuos de tiempos medievales.

FUNDACIÓN DENAES, PARA LA DEFENSA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA