No puede negarse que una gran parte de los grandes problemas políticos por los que atraviesa España provienen de su actual estructura territorial y administrativa. La deriva tomada por el Régimen del 78 ha contribuido a la construcción de un Estado Autonómico ineficiente, con duplicación de servicios y organismos que no hacen sino generar gastos injustificados y superfluos al contribuyente. Junto a su ineficiencia e insostenibilidad estructural, se encuentra el hecho de que este modelo territorial y administrativo tiene un carácter centrífugo, en la que la descentralización competencial se ha traducido en una división social sin precedentes en nuestra historia política, con tensiones  económicas y lingüísticas entre grupos sociales y regiones, y lo que es más grave, materializándose en una creciente desigualdad formal y material entre los ciudadanos en función del lugar en el que residen y los privilegios, recursos y tratamiento legal que las poblaciones de determinados territorios reciben sobre otros, en materia presupuestaria y tributaria, así como en inversiones en infraestructuras y servicios públicos.

La gravedad de la situación no puede entenderse sin las consecuencias que trae consigo el actual sistema electoral. La aplicación española de la Regla D´Hondt incentiva la formación y consolidación de partidos de índole autonómica. Muchos de ellos son partidos declaradamente independentistas o secesionistas, que reniegan de un sistema constitucional que paradójicamente sólo les ha beneficiado egoístamente y en detrimento de otras poblaciones y regiones de España. Como resultado del sistema electoral actual, los partidos separatistas obtienen el control no sólo en las regiones donde gobiernan o pueden interferir en su gobierno de forma muy determinante (Cataluña y País Vasco, también Navarra, Baleares, Comunidad Valenciana o Galicia) con una gran capacidad de articular sus políticas contrarias a la Constitución, sino también indirectamente en la política nacional desde el Congreso de los Diputados, con una representación sobredimensionada.

En este sentido, a pesar de su carácter minoritario, los partidos nacionalistas han ido consiguiendo excesiva influencia sobre el devenir de España. Cuando el partido mayoritario en el Congreso, ya fuera el PP o el PSOE, carecía de una mayoría absoluta para sostener al Gobierno, dichos partidos nacionalistas ostentaron de facto un poder de influencia casi total, como partidos bisagras y mercenarios, ejercitando vetos y chantajes para las investiduras y la aprobación de presupuestos. Esa ha sido la tónica desde Aznar y sus pactos con  del Majestic en 1996, pasando por Zapatero con el Pacto de Tinell en 2003 y posteriormente ya desde la Moncloa, a partir de 2004, incluyendo la segunda y breve legislatura de Rajoy donde el PP volvió a mercadear con el PNV, insultando a la inteligencia de sus votantes por enésima vez. Se apelaba en todas esas ocasiones, ingenuamente, a una ilusoria lealtad institucional de los nacionalistas vascos y catalanes, cuando el disenso entre las fuerzas constitucionalistas era demasiado enconado para desbloquearse y alcanzar grandes acuerdos de Estado. Aznar y Zapatero prefirieron echarse en brazos de los nacionalistas catalanes y vascos a cambio de asegurar su propia vida política a expensas de la integridad y estabilidad de la nación española y de la igualdad formal y material de los ciudadanos. Su irresponsabilidad y falta de ejemplaridad fue de tal calibre, visto con retrospectiva, que ambos deberían ser expulsados de la vida pública.

El sistema electoral español quiebra el principio de proporcionalidad entre ciudadanos y votos, y esto se materializa en una fatídica desigualdad entre todos los españoles, premiando a aquellos partidos con discursos localistas e independentistas, y perjudicando a aquellos partidos que se presentan en todas las circunscripciones provinciales y que además lo hacen con un discurso coherente y homogéneo en todo el territorio nacional, como fue el caso de la extinta Upyd y ahora también el caso de Vox.  A todo ello hay que sumar el hecho de la financiación pública de los partidos, que no distingue en si el partido contribuye o no a la estabilidad e igualdad política de sus ciudadanos, beneficiando injustamente a aquellos partidos desleales con la Constitución y al mismo tiempo perjudiciales para la integridad de España.

La resolución de todos estos problemas llevaría consigo una profunda y compleja reforma de la Constitución. Pueden explorarse varios métodos para terminar con esta situación de una forma indirecta, sin necesidad de recurrir a la ilegalización de los partidos que no acaten la Constitución, que no obstante sería lo más apropiado desde una perspectiva teórica pero que implicaría una gran confrontación habida cuenta del tremendo poder que ya han adquirido los partidos separatistas en el actual panorama político, gracias en buena medida a la torpeza y aquiescencia de la partitocracia (PP-PSOE) desde Madrid y los intereses creados.

Las medidas a tomar para revertir esta situación y marcar la senda de la recuperación de la soberanía nacional deberían tener un carácter múltiple consistente primeramente en la eliminación de la financiación pública de los partidos. De ese modo, aparte del ahorro que ello supondría para el bolsillo de los ciudadanos, se podría reducir el poder de los partidos en general, y en especial, de los nacionalistas y separatistas, que dejarían de contar con recursos públicos para seguir llevando a cabo políticas contrarias a la Constitución, políticas discriminatorias y atentatorias contra la igualdad de los ciudadanos.

En segundo lugar, debería procederse a una recentralización administrativa de las competencias esenciales, que serían devueltas al Estado, a efectos de garantizar una gestión uniforme y equitativa de los servicios y recursos públicos. Una vez vaciadas las Autonomías de aquellas competencias básicas, como son la Educación o la Sanidad, debería procederse a la racionalización del Estado Autonómico, procediendo a la reorganización y unificación de algunas Comunidades. Esta medida debería complementarse con la abolición del Senado, cuya inutilidad es manifiesta.

En tercer lugar, debería sustituirse la Ley D´Hont por el mismo sistema de circunscripción única que ya existe y se aplica en las elecciones al Parlamento Europeo, y que en efecto devolvería la proporcionalidad e igualdad de los votos a todos los ciudadanos, independientemente de la región del país en la que residan. De esta forma, los partidos nacionalistas se diluirían en su dimensión parlamentaria, perdiendo la influencia que injustamente les otorga el régimen electoral vigente.

Finalmente, podría irse más allá de todo esto y presentar la iniciativa de ilegalización de los partidos declaradamente inconstitucionales sobre la base jurídica de que todo partido político debería enmarcar su actividad “dentro del respeto a la Constitución y a la ley”, que claramente prescribe la “indisoluble unidad de la nación” (artículo 2 Constitución). La Ley de partidos no sólo exige cumplir con los principios constitucionales en sus artículos 1.1, 6 y 9.1, sino que declara taxativamente, en su artículo 9.2, la ilegalidad de aquellos que vulneren los principios democráticos o pretendan destruir nuestro régimen de libertades.

La izquierda política con sensibilidad nacional, patriótica y republicana no debería objetar esta iniciativa, si fuera coherente con su propia tradición e historia. De hecho, la Constitución de la II República hablaba de los “límites irreductibles de su territorio actual” (Título I, Art. 8º); y en la I República igual: “Es facultad de los Poderes públicos de la Federación la conservación de la unidad y de la integridad nacional” (Título V, Art. 5). En el fondo, la reforma en cuestión radica en un cambio profundo y ambicioso de la Constitución, de la Ley Electoral y de la Ley de Partidos, entroncando dichas reformas, por supuesto, con la recentralización estatal de competencias y la reducción y concentración de las Autonomías.

¿Están los grandes partidos, pretendidamente autodenominados “constitucionalistas”, dispuestos a consensuar una gran reforma política para dejar de depender de las mafias secesionistas que ha secuestrado las instituciones que representan la soberanía nacional? La clave de esta reforma sería pues formular e invocar dicha propuesta de ilegalización de partidos separatistas en virtud de la deslealtad institucional que estos partidos manifiestan en su praxis, y la evidente inconstitucionalidad de sus programas y proyectos, así como por la comisión de delitos de rebelión, sedición, prevaricación y malversación por parte de sus líderes y cargos electos, con la potencialidad de reincidencia que sigue habiendo. Esta propuesta no iría sólo por Cataluña y País Vasco, donde ya existe el problema agravado, sino también por Navarra, Comunidad Valenciana, Baleares, y Galicia, que a medio plazo podrían replicar las mismas estrategias.

La reforma constitucional y legal a definir e implementar por los partidos constitucionalistas debería determinar la sujeción y compromiso de cualquier organización política a la defensa de la integridad de la soberanía nacional, como fundamento de la convivencia de todos los ciudadanos y su obediencia a las autoridades legítimas. Aquellos partidos que actualmente son explícita y declaradamente secesionistas deberían proceder en un plazo legal breve de tiempo a adoptar a la disolución voluntaria, salvo que sus órganos acaten formalmente los fundamentos constitucionales y que eliminen de forma fehaciente de sus estatutos, programas, propaganda escrita y online todas aquellas referencias y propuestas independentistas, secesionistas y separatistas. Si no realizan una decisión firme a este respecto, se procedería a la disolución judicial. En el ínterin hasta la determinación de las medidas de disolución o de acatamiento del orden constitucional, dichos partidos dejarían de percibir cualquier tipo de fondos públicos, incluyendo las plataformas, asociaciones o fundaciones que les dan cobertura. A partir de la implementación de la reforma legal, personas investigadas y condenadas por delitos de sedición y rebelión que no hayan rechazado públicamente los fines y medios para la secesión no podrán ser candidatos electorales. Adicionalmente, debería exigirse a los partidos que para poder presentarse a elecciones deban incluir en su programa explícitamente que cualquier referéndum de secesión que reclamen debe ser dentro del proceso obligatorio de reforma constitucional en las Cortes según el artículo 168 CE.

Una propuesta congruente de reforma constitucional podría ser la exigencia de que en elecciones generales todos los partidos deban presentarse en todas las provincias (como es obligatorio en Portugal), como requisito para la autorización de las listas electorales y la percepción de fondos públicos. De ese modo se evitaría que un partido pudiera ceñirse a planteamientos regionalistas para subrepticiamente esconder propósitos independentistas.

Pablo Sanz Bayón, profesor de Derecho