Aquel que para algunos iba a ser el mejor cirujano posible para «desinfectar» las heridas de la enferma Cataluña, no puede hoy engañar a nadie que tenga un mínimo de perspicacia política. Imposible ya mantener esa coartada en forma de ministro con la que el ínclito Dr. Sánchez pretendía disimular su aberrante connivencia con el secesionismo catalán.

En una reciente entrevista emitida por la BBC y recogida por Europa Press, el ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación afirmó, con absoluta naturalidad y sin el menor atisbo de sonrojo, que Cataluña es una «nación». Añadió, en relación a los políticos presos que van a ser juzgados por sedición y rebelión, que él «personalmente» preferiría que estuviesen «libres condicionalmente». Lo justificaba diciendo que «hay otras formas de velar porque no huyan» —como si los españoles no tuviéramos la experiencia del prófugo Puigdemont—, para seguidamente tomar una calculada distancia señalando que «la Justicia es independiente» y que «el Gobierno no tiene nada que ver» con ese proceso judicial. Ante el revuelo levantado por sus declaraciones, se apresuró a dar la típica lección de maestro Ciruela; siempre con ese aire de superioridad que por lo visto le concede la venerada moderación y la bendita equidistancia. Nos quiso enseñar Borrell que «en el mundo hay muchas naciones que no tienen Estado», y que «se puede reconocer que desde el punto de vista cultural y sociológico la mayoría de los catalanes creen que tienen una consideración, una diferenciación, una identificación propia, sin que eso implique de ninguna de las maneras apuntarse al independentismo». «No veo ninguna relación», concluía. ¿Que no ve relación? Pues o está ciego o miente, porque es palmario que esa pretendida «diferenciación» o «identificación» es el pretexto que esgrime el secesionismo para reclamar una nación política, es decir, una nación con un Estado propio.

Por si fuera un caso de ceguera intelectual transitoria, habría que explicarle al señor Ministro que, en un sentido político, la nación solamente puede adquirir significado dentro el Estado, en cuyo seno se configura. La nación nace y se modela por integración de pueblos o naciones étnicas previamente dadas. Así, por ejemplo, la nación española, como comunidad política, surge engastada en la Historia como un proceso que parte de una realidad preexistente insoslayable, el Imperio. El separatismo catalán, por contra, no es más que un ejemplo de «nacionalismo fraccionario», en el que la nación deviene una suerte de ente metafísico, una quimera situada más allá de la Historia. Dos consecuencias inmediatas se siguen de ello. La primera, que la nación fraccionaria ha de construirse necesariamente a partir de la destrucción o desintegración de la nación canónica previamente existente (España), que es considerada una nación «invasora» y «opresora». Una consecuencia que se percibe siempre con meridiana claridad en el relato separatista; por ejemplo al calificar la Guerra de Sucesión, o incluso la Guerra Civil, como una «invasión» de Cataluña por parte de España, o cuando se refieren a ésta como a una especie de conglomerado de naciones o directamente como a una «cárcel de naciones». La segunda, que la nación fraccionaria debe nutrirse de la mentira histórica. Dado que no es un producto histórico  sino una elaboración metafísica erigida expresamente contra la nación canónica (España), se hace imprescindible manipular o distorsionar la Historia, a fin de hallar un encaje a ese relato que anhela ante todo «despertar» una supuesta «conciencia nacional» que habría estado durante siglos aletargada u oprimida.

Señor Ministro, ¿empieza a ver ya la relación? Porque es esa supuesta entidad eterna sin existencia real la que precisamente reclaman los nacionalistas mediante la falacia de la manida «diferenciación»; un recurso retórico, tan vacío como despreciable, del que usted se hace eco por doquier a modo de cooperador necesario. Una cooperación que le lleva además asumir como válido el relato independentista y a sostener majaderías como que «las dos partes queremos integrar ese completo pueblo y singular», o como que «hemos de reconstruir el pueblo singular de Catalunya».

Borrell no está solo. En los últimos días un selecto grupo de preclaros socialistas se han sumado públicamente a la conchabanza con los nacionalistas; acaso como parte de una estrategia que tiene por objeto acercarse, dialogar y «empatizar» —Dr. Sánchez dixit— con los postulados nacionalistas a cambio de mantenerse a toda costa en el Gobierno. Entre estas mentes privilegiadas cabe destacar la de Teresa Cunillera, la delegada del Gobierno en Cataluña, que en un programa de la emisora Catalunya Ràdio se mostró partidaria de que se indulte a los líderes independentistas si éstos son condenados por el Tribunal Supremo. Con similar clarividencia, Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno y ministra de Igualdad, dijo que si el juicio se retrasa «mucho» no «sería lógico alargar la prisión a políticos independentistas presos». En una entrevista concedida a La Vanguardia, Calvo apostó por «tomar otras medidas», algo que ella «podría plantear el juez». Miquel Iceta —un clásico ya del compadreo y la complicidad con el secesionismo— también vería con buenos ojos, según deslizó en el programa La nit a 8TV, la posibilidad de que se decretara libertad provisional para los políticos encarcelados hasta la celebración del juicio. Los tres cargos socialistas fueron a rendir pleitesía ante los medios de comunicación catalanes, como manda la tradición, mostrando esa faz abyecta del socialismo que troca la «desinfección» que pedía el propio Ministro en auténtica desafección por la nación española.

Sentenciaba Borrell en una conferencia sobre la Unión Europea, celebrada en el centro Jean Monnet de la Universidad de Nueva York, que resolver la crisis en Cataluña llevará «si tenemos éxito, veinte años». Contra lo que decía el celebérrimo tango, veinte años sí son algo. Dos décadas son —como poco— el tiempo que lleva gestándose esa tibieza, esa doblez y esa desafección que hoy causan la más grave patología que padece la vida política española. Veinte años son también el tiempo que algunos han tardado, parafraseando a Gardel, en adivinar el parpadeo de las luces que a lo lejos, tenues y engañosas, han marcado el camino de Borrell… y de tantos otros como él.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía.