El catedrático de Derecho Constitucional, Javier Pérez Royo, escribía en eldiario.es que la Justicia española es estructuralmente prevaricadora, mientras que la justicia de las democracias europeas “más avanzadas”, como la alemana, la danesa o la belga; la finlandesa o la sueca, estaba libre de injerencias políticas.
La instrucción del Juez Llarena en la que pedía la extradición del señor Puigdemont por el delito de rebelión, en su opinión, vulneraba muchos derechos fundamentales recogidos en nuestra Carta Magna. Menos mal, venía a decir nuestro catedrático, que en Europa (del Norte) se respetan los derechos humanos y la separación e independencia de los tres poderes (ejecutivo, judicial y legislativo).
Incluso va más allá: dice en el citado artículo que la extradición solo era imaginable en países de tan poca tradición y mentalidad democrática como puedan serlo Hungría y Polonia. Turquía, Polonia, Hungría, España, se presentan en nuestro imaginario como ejemplos periféricos de Estados que no han llegado a la luminosidad democrática de las democracias noroccidentales más avanzadas. El Norte y la Periferia.
En este país siempre hemos padecido un terrible complejo de inferioridad frente a los países nórdicos, de tradición protestante. Alemania era uno de las naciones de la Ilustración (en su versión particular: la Aufklärung). Era (y es) el país de la más alta Cultura: de Beethoven, de de Goethe y de Kant; de Heidegger. Y es la nación de Schiller. Schiller no solo da letra al Himno de Europa (Oda a la Alegría, musicada por Beethoven en su Novena Sinfonía), sino que representa el espíritu europeo de libertad y de lucha contra el autoritarismo. Su obra Don Carlos (llevada a la ópera por Verdi) encarna en el Infante Carlos, hijo de Felipe II, las ansias de libertad, el espíritu europeo frente al oscurantismo del monarca absoluto. Todo ello ambientado en las guerras de liberación de los Países Bajos. Europa frente a España.
Inglaterra era el país de Locke y el liberalismo político, de la Monarquía Parlamentaria, del habeas corpus y de los derechos individuales y cívicos. Es el país del librecambio y del gobierno indirecto sobre las colonias; la nación de la Revolución Industrial y de la ciencia newtoniana.
España es el país que lidera el Concilio de Trento y la Contrarreforma; el país de la Inquisición Católica. Es el país de Fernando VII y su “¡vivan las caenas!”. El país de la fiesta sangrienta de los toros. Y, sobre todo, es el país de Franco. En y ante este país, sería normal y hasta democrático querer independizarse y acceder al paraíso de las naciones verdadera y occidentalmente democráticas. La independencia de Cataluña es vista así como una liberación del oscurantismo y una posibilidad de acceder a la auténtica democracia. Sin ir más lejos, Alberto Garzón, el mismo día de la liberación de Puigdemont, afirmaba que la justicia española tenía actuaciones verdaderamente reaccionarias.
Y sin embargo….sin embargo, en pleno desastre alemán, muchos se preguntaban aturdidos cómo era posible que la nación más culta de la Historia, la nación de Goethe y Kant y Schiller y Beethoven y Leibniz y Lessing y Fichte y Hegel y Brahms podía haber caído en el horror más absoluto. El propio Thomas Mann, el gran novelista alemán del siglo XX, se preguntaba, después del nazismo, si Alemania podía volver a abrir la boca en lo concerniente a las cuestiones que concernían a la Humanidad…
En Suecia, otra nación que es puesta como ejemplo de todas las virtudes políticas e incluso humanas (del prototipo de hombre y mujer alto y rubio), se practicaban esterilizaciones a mujeres consideradas inferiores, hasta hace pocos lustros. Bélgica tiene también (otro de los países puestos como ejemplo por Pérez Royo) el dudoso honor de haber cometido, en el Congo, uno de los mayores genocidios de la Historia.
Otro tópico que podemos oír estos días es el de la Separación de Poderes. Esta separación, se dice, es uno de los fundamentos de la democracia occidental. La idea de la separación de poderes nace con el liberalismo político y económico en la Inglaterra del siglo XVII. Su principal defensor es el filósofo inglés John Locke. Para él, la libertad es poder buscar el bienestar personal sin interferir en la vida de los demás, o sin impedir que los demás busquen también su bienestar o felicidad. La sociedad es solamente un instrumento para que cada cual logre la mayor satisfacción y riqueza; es solamente una fuente de riqueza para disfrute de los individuos. El poder político debe limitarse lo máximo posible para ello. La división de poderes tripartita (ejecutivo, legislativo y judicial) impide que ningún poder pueda convertirse en tiranía y así dejar a los individuos la mayor libertad posible en sus transacciones comerciales, ya que mediante el comercio es como se pueden lograr los bienes placenteros.
El siguiente defensor de la división de poderes, y el más citado, es el francés Montesquieu. Pero Montesquieu tiene otra idea de libertad. Para él, la libertad no consiste en hacer lo que se quiera con el limite de la libertad de los demás. No es el mero capricho. La libertad es cumplir las leyes; o mejor: poder cumplirlas. Un individuo es libre si no es obligado a incumplir la ley. Porque la ley es la garantía de la existencia del Estado, que es a la vez la garantía de la libertad de los ciudadanos. El poder debe estar limitado y dividido para que no haya abusos. Pero más que a la división jurídica (ejecutivo, legislativo y judicial), Montesquieu se refería a la división social. El mundo de Montesquieu era todavía el mundo estamental del Antiguo Régimen y cada estamento estaba destinado a dirigir un poder (Cámara alta: nobleza; Cámara baja: burguesía; Ejecutivo y Judicial: monarquía). Dividir el poder era más bien hacer que toda la sociedad (todos los estamentos) tuviera su cuota de poder.
Es utópico pensar que los tres poderes (Gustavo Bueno habla de dieciocho poderes en vez de tres) son completamente independientes; es parte de la utopía liberal. En primer lugar, los ciudadanos solo eligen al poder legislativo, siendo los otros dos poderes elegidos por este. Por otra parte, la facultad legislativa del ejecutivo es amplísima, así como su capacidad de veto de las decisiones del legislativo. El ejecutivo y el legislativo intervienen en el poder judicial nombrando a los miembros del CGPJ.
En esta visión utópica del poder, se pone el énfasis en la independencia del poder judicial como índice de la salud democrática. Un juez debe ser independiente para que el legislador y el gobernante legislen y gobiernen bajo el imperio de la ley. Esta premisa es deseable (en abstracto) para evitar la arbitrariedad del gobernante. Pero es imposible que haya independencia cuando lo que se está juzgando son delitos de lesa majestad, delitos que van en contra del Estado. Como hemos dicho en artículos anteriores, la ley solo es ley de un Estado y su principal cometido es la de defender y fortalecer al propio Estado. Sin Estado no hay Estado Democrático y, por tanto, no hay Democracia posible.
La decisión del juez Llarena tiene (posiblemente) una motivación política clara; pero no menos política es la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein, aunque se la presente como modelo de independencia judicial.
No sabemos los intereses de Alemania en el caso de Cataluña, pero sí que sabemos bien que a Alemania le gusta jugar al Risk en nuestro continente. Si una vez buscó ampliar su espacio vital hacia el Este; si otra vez no tuvo reparos en fomentar la destrucción de Yugoslavia, hoy no podemos fiarnos de sus decisiones judiciales, que esconden una motivación política (como las palabras de la ministra de justicia dejaron entrever).
Raúl Boró Herrera. Prof. de Filosofía del Instituto de Huérfanos de la Armada