El líder de Ciudadanos, a quien hemos elogiado en otras ocasiones por su posición en la defensa de la Nación Española, está empeñado en apelar al consenso como solución a los problemas de la España, pese a que semejante fórmula resultó aciaga durante la Transición democrática


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El pasado miércoles se inició la legislatura producto de las elecciones generales del 20 de Diciembre, en la que el grotesco desfile de los miembros de la «nueva política» por la Carrera de San Jerónimo nos anticipa las buenas nuevas de estos apóstoles de «los de abajo» frente a «la casta»; casta con la que por cierto no han tenido ningún impedimento en pactar para expulsar del poder al Partido Popular, legítimo ganador de las elecciones municipales y autonómicas del pasado mes de mayo, acuerdo que ahora amenazan con repetir abrazándose a un fracasado y ridículo Pedro Sánchez, en un ejemplo más de la profunda corrupción democrática que sufrimos a diario.

No obstante, el comienzo de la legislatura pudo ser desbloqueado gracias al acuerdo previo para nombrar como Presidente del Congreso al socialista Francisco López, conocido por sus tropelías previas en el Gobierno del País Vasco, donde su ambigüedad estropeó cualquier signo de cambio frente a las sectas separatistas, a quienes allanó el camino anticipando las elecciones autonómicas tras su esperanzadora investidura del año 2009. Todo ello fruto de un acuerdo entre PP, PSOE y Ciudadanos que para algunos parece aclarar el horizonte hacia el «gobierno de concentración» invocado por Mariano Rajoy, pero que no se realizó a cambio de nada: el Partido Popular logra así ser el grupo parlamentario con mayor número de miembros, tres, en una Mesa del Congreso que carecerá de representación de las sectas separatistas (siempre que excluyamos a Podemos).

Y es que esa idea mitificada de un gran «consenso» entre las fuerzas políticas es invocada periódicamente, confundido el «consenso» con los acuerdos puntuales que algunas formaciones pueden alcanzar para desbloquear la legislatura e invocado especialmente por Alberto Rivera, líder de Ciudadanos, como comienzo de una nueva forma de hacer política, del tan manoseado «cambio». Si la formación naranja se vio ganadora de las elecciones generales cuando una encuesta hecha pública antes del famoso «debate a cuatro» le otorgaba 90 diputados junto al Partido Popular, la ambigüedad de Rivera le hizo mucho daño en semejante confrontación, dejándole fuera de cualquier posibilidad de victoria cuando, en el final de la campaña, afirmó que en caso de no ganar las elecciones se abstendrían. Ahí se esfumaron muchos de los votantes que habían abandonado al Partido Popular y veían en Ciudadanos una versión más aseada del mismo, frente a la amenaza que supone un partido no nacional como Podemos y la falta de concreción del PSOE en los temas nacionales.

Ahora Rivera, ante la posibilidad de apoyar o facilitar un gobierno del Partido Popular, legítimo ganador de las recientes elecciones generales, propone nada menos que un «consenso», ejerciendo como si fuera Pablo Iglesias de intérprete de la voluntad general: al igual que sucede con el líder del partido no nacional, Rivera afirma que los españoles «han votado cambio», y que ello implica cambiar la forma de hacer la política, dejando a un lado los dogmatismos y enfocando la praxis de los partidos hacia los pactos entre las principales fuerzas políticas; como si se tratara de un Adolfo Suárez remozado y adaptado a los nuevos tiempos, Alberto Rivera parece empeñado en pilotar una suerte de «Segunda Transición» que alumbre una nueva era democrática.

Pero semejante «consenso» constituye un verdadero ejemplo de vacuidad y de ignorancia, especialmente cuando se identifica con el acuerdo. Rivera, ensimismado en su papel de artífice de esa fabulada «Segunda Transición», parece ignorar que es perfectamente posible (y, de hecho, suele ser lo más habitual) que se produzca un consenso sin que haya acuerdo. Recordemos que en la tan glorificada y mitificada «Transición», el «consenso» consistió en una suerte de discursos dogmáticos y autistas, donde los partidos nacionales superponían sus ideas a las de los separatistas, quienes al final lograron que, en el Artículo 2 de la Constitución de 1978, junto a la indisoluble unidad de la Nación Española, se reconociese el «derecho a la autonomía» de las «nacionalidades y regiones», oscuros entes de razón que, como bien destacó en aquel contexto Julián Marías, eran una suerte de «nacionalidad antinacional», que con el tiempo se ha convertido en una amenaza formal explícita contra la Nación Española, tanto contra su identidad como contra su unidad.

Si observamos a las tres formaciones mayoritarias que han perdido las elecciones, hallamos en ellas un consenso sin acuerdo: todas tienen claro que no se debe facilitar el gobierno del PP (hay consenso), pero discrepan en los motivos para ello (no hay acuerdo); el PSOE apela al rescate del Estado del Bienestar (aunque siempre dispuesto a firmar «pactos de Estado»); Podemos, como partido formado de los retales de acuerdos con sectas separatistas, apelará al corrupto y disparatado «derecho a decidir» la independencia de Cataluña, siempre que sea «democráticamente» y así lo decida el «pueblo catalán»; Ciudadanos, por su parte, contemplará la posibilidad de un pacto general que, como si fuera una suerte de «Segunda Transición», abriría el paso a un proceso constituyente de resultados inciertos.

En todo caso, los movimientos políticos que Alberto Rivera camufla bajo el «consenso» son los propios de un ajedrecista o estratega a corto y medio plazo: sólo así puede entenderse que en Andalucía Ciudadanos haya pactado con el PSOE de Susana Díaz, salpicado de esos gravísimos casos de corrupción que la «nueva política» pretende extirpar, mientras que en la Comunidad Autónoma de Madrid haya pactado con el Partido Popular. Se trata de jugar a dos bandas para recoger todos los réditos posibles: todo el mundo espera que el inane Pedro Sánchez sea sustituido por Susana Díaz y Ciudadanos ha tomado la delantera a la hora de posicionarse cara a los futuribles «consensos» con la futura líder socialista.

Ciudadanos, pese a haber logrado 40 diputados en las recientes elecciones generales, no dispone de un caladero de votos estable, y es perfectamente factible que, en caso de que el consenso sin acuerdo continúe y sea imposible la investidura de ningún Presidente del Gobierno, en unos comicios repetidos sea barrido del mapa político nacional. Y es que la ambigüedad bíblica de Rivera y los suyos provoca irritación en sus votantes; de hecho, no es casual que Ciudadanos sea el único partido político que no haya definido su alternativa y sus intenciones cara a los necesarios pactos postelectorales. Si el Partido Popular ha dejado claro que intentará la investidura y evitará la ascensión del partido no nacional Podemos, siendo el único partido político que lleva en su programa la defensa de la Nación Española, y por otro el PSOE deja caer que presentará su alternativa junto a un Podemos que por activa y por pasiva ha dicho que no permitirá un gobierno del PP, Ciudadanos sigue empeñado en tender puentes con todos, incluyendo al partido proseparatista liderado por Pablo Iglesias, que imita a las sectas separatistas con las que se asocia en diversos lugares de la geografía nacional. Rivera debiera leer a Julián Marías, y especialmente aquella sentencia que dice que «no conviene intentar contentar a quienes jamás se van a contentar».

Desde la Fundación Denaes hemos de censurar esta ambigua actitud de Alberto Rivera, que no sólo le perjudica a él mismo y a su formación, sino que constituye una manera de someter a más incertidumbre al futuro inmediato de la Nación Española. Si Podemos sigue apostando por abrazarse a los enemigos de la Nación Española, el único «consenso» que podemos considerar aceptable entre el resto de los partidos políticos el de la defensa de la Nación Española, y si es necesario bajo la forma de un gran pacto anti Podemos, que deje fuera de juego a la gran secta separatista que constituye ese partido de nuevo cuño.

Fundación Denaes, para la Defensa de la Nación Española.