La agresión sufrida por Mariano Rajoy en Pontevedra no puede ser artificiosamente desconectada de los vergonzosos insultos y demagógicas afirmaciones lanzadas contra el Partido Popular, justificados como parte de la normalidad de una democracia corrompida que impera en la Nación Española


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El pasado miércoles, mientras Mariano Rajoy paseaba por las calles de Pontevedra dentro del agitado programa de actos de la campaña electoral del 20 de Diciembre, un adolescente de diecisiete años, con quien previamente se sacó una foto, le agredió con un brutal puñetazo en la sién, que sin embargo sólo le dejó las marcas de la lógica tumefacción en el rostro, aparte de la rotura de sus gafas. Al igual que en su día sobrevivió a un accidente de tráfico y a otro de helicóptero, Rajoy, en un gesto estoico sólo equiparable al de su paisano el escritor Valle Inclán, se fue caminando por su propio pie y afirmando a los periodistas que se encontraba perfectamente.

El muchacho fue inmediatamente reducido y también inmediatas fueron las muestras generalizadas de rechazo hacia dicha acción. Todos los candidatos y líderes de los partidos políticos en la campaña electoral, así como periodistas de la fama y renombre de Pedro Piqueras, afirmaron a coro que «la violencia no es tolerable en una democracia», destacando que se habían producido todo tipo de abucheos, insultos o escraches contra miembros del Partido Popular, pero nunca se había traspasado la barrera de la agresión física. De alguna manera, este coro democrático no justificaba pero sí entendía y toleraba que el «pueblo soberano» manifestase su justa indignación ante los recortes sociales y la reducción de libertades (la mal llamada «ley mordaza») a la que les estaba sometiendo «la derecha».

Sin embargo, de entre todas las manifestaciones de rechazo, llamó la atención la del socialista Pedro Sánchez, quien después de haber rociado de insultos y afirmaciones demagógicas y falsas a Rajoy en el debate televisado del lunes, interrumpió su mitin de campaña para pedir «un minuto de silencio» por la agresión sufrida por el Presidente del Gobierno; petición excesiva, dado que el presidente estaba vivo y coleando como suele decirse, y no había fallecido ni mucho menos. Pero muy reveladora de cierto arrepentimiento por toda la catarata de descalificaciones vertida en ese programa y meses atrás, que desde luego no cabe desvincular de la agresión.

De hecho, resulta especialmente llamativo que los mismos personajes que, a través de los medios de comunicación y las redes sociales según los casos, se han dedicado a incitar al odio y la violencia contra el Partido Popular, con una serie de afirmaciones demagógicas cuando no rotundamente falsas, han condenado la «agresión contra la democracia» y sin embargo no condenen explícitamente esas actitudes que están necesariamente conectadas con la agresión de un sujeto que, pese a que es menor de edad (con lo cual, gracias a la absurda Ley del Menor hoy vigente, es inimputable penalmente), está vinculado a grupos separatistas gallegos, a una secta separatista que aspira a la destrucción de la identidad y la propia unidad de la Nación Española; asimismo, esa misma secta está incluida a día de hoy dentro de la marca blanca de Podemos en Galicia, las denominadas Mareas, hecho que desde luego el partido de Pablo Iglesias Turrión y los medios de comunicación afines a él se han encargado de ocultar (para despistar sobre el asunto, se han filtrado innumerables dados sobre el detenido, destacando que guarda cierta parentela con la esposa de Mariano Rajoy). Por lo tanto, la agresión a Rajoy no lo fue en calidad genérica de «demócrata» sino en su ejercicio de Presidente del Gobierno de España.

Y es que nadie condena la demagogia y la falsedad (tan sólo Pedro Sánchez muestra una cierta compunción que no explica de forma explícita), porque dichos elementos resultan muy rentables, especialmente en la campaña electoral, para movilizar votos en contra del actual gobierno popular. Resulta muy rentable manifestar, como el «rapero» Pablo Hasel dijo nada más conocerse la agresión, que el verdadero agresor es Rajoy, símbolo del «imperialismo» [sic] y de los desahucios (pese a que la ley que agilizaba esos procedimientos fue aprobada en 2007 por el gobierno de Zapatero) y de los manidos recortes que también hubo de emprender el nefasto presidente socialista cuya herencia sin embargo reivindica para sí el señor Pedro Sánchez…

Ya sabemos que desde ese peculiar bando se nos responderá que «el pensamiento no delinque», y que la democracia admite todo tipo de idea, por delirante o grotesca que sea, siempre en nombre de la libertad de expresión, siempre que se defienda sin utilizar la violencia. Es tolerable que ETA se siente en los parlamentos españoles con sus marcas blancas, siempre que no manifieste ideas que supongan apología de la violencia terrorista, aunque su objetivo confeso sea la destrucción de la Nación Española. Es tolerable discutir sobre la independencia de Cataluña e incluso realizar una declaración unilateral de independencia en el Parlamento Catalán (una mera «declaración de intenciones») siempre y cuando sus abajo firmantes no intenten realizar de forma efectiva la independencia. Y así podríamos seguir enumerando ejemplos sucedidos dentro de la Nación Española en estos últimos tiempos.

La realidad es que todos quienes previamente azuzaron en la prensa o en sus mítines y debates el odio contra Mariano Rajoy de la forma más demagógica posible condenaron el hecho de su agresión, pero no llegaron a condenar la agresión en sí contra el presidente sino contra la democracia. ¿Por qué? Porque si la agresión hubiera sido identificada como lanzada directamente contra el PP o contra Rajoy, inmediatamente todo el mundo ataría cabos y relacionaría el hecho con toda la demagogia empleada que ha, cuando menos, justificado la acción de un menor de edad que fue aplaudido por parte de los allí presentes cuando se marchaba esposado. Dónde quedarían entonces los rentables y famosos ¡Nunca mais!, cuando tuvo lugar el hundimiento del Prestige frente a las costas gallegas (siendo Rajoy entonces Ministro de la Presidencia y Portavoz del Gobierno), el ¡No a la Guerra! y el grito unánime de ¡Asesinos!, vertido contra el PP tras los atentados terroristas del 11 M, cuando Iglesias y los suyos, aún imberbes, participaron en el juego ya entonces habitual de rodear y acosar las sedes del PP, durante el famoso 13 M que violó la jornada de reflexión electoral…

Y es que la demagogia en que vivimos, auténtica corrupción de la democracia realmente existente, es considerada sin embargo parte del juego parlamentario. Nadie condena las mentiras formuladas en sede parlamentaria o en debates porque se consideran un repertorio útil para debilitar al adversario. Y además, como todo el mundo parece ya comulgado en el dogma del fundamentalismo democrático, que considera la democracia como una forma de gobierno incorruptible y la verdadera fuente de todos los valores, no cabe aceptar que todo ello suponga corrupción alguna.

Desde la Fundación Denaes, sin embargo, no podemos más que condenar la agresión contra el Presidente del Gobierno de la Nación Española, alertando en este final de campaña electoral de la grave corrupción que sufre la democracia española, donde todas estas degeneraciones son peligrosamente consideradas parte de una eufemística «normalidad democrática» que incluye las amenazas e injurias contra nuestra Nación Española.

Fundación Denaes, para la Defensa de la Nación Española.