Decía el filósofo prusiano Immanuel Kant que los conceptos sin intuiciones son vacíos y las intuiciones sin conceptos son ciegas. Pues bien, parafraseando al autor de la Crítica de la razón pura cabría decir que la inteligencia sin violencia es vacía y la violencia sin inteligencia es ciega.

    ¿Por qué decimos, así a la tremenda, que la inteligencia sin violencia es vacía? ¿Para qué se iba a servir la inteligencia de la violencia? ¿Acaso no es la inteligencia ajena a todo tipo de violencia? En absoluto. Así sería en una sociedad angelical, de espíritus puros y libres de las tentaciones de la carne, es decir, en la Ciudad de Dios. Pero en el mundo de los sujetos operatorios corpóreos, de musculatura estriada, y más en concreto en el ámbito de los complejos institucionales del ser humano, en el que se configuran polémicamente los Estados y las clases sociales, la violencia puede ser, y de hecho lo es, imprescindible para la perseverancia e incluso la prosperidad de una determinada sociedad política, permanentemente enfrentada y/o aliada con otras sociedades políticas. Y también en algunas circunstancias la violencia es necesaria para la supervivencia y hasta el bienestar de un individuo concreto.

    En el caso del Estado hacemos referencia al titular del «monopolio legítimo de la violencia», dicho sea en la célebre expresión de Max Weber. Un Estado sin violencia -es decir, sin policías, cárceles, celadores, torturadores y militares- no sería un Estado, sería un sinsentido. ¿Qué sería de los servicios de inteligencia sin violencia? ¿Es posible interrogar a un espía de una potencia enemiga, con información excesivamente sensible, sin hacer uso de ningún tipo de violencia? En la Ciudad de Dios todo es música celestial, en la política real la violencia (con inteligencia o sin la misma) es el pan nuestro de cada día.  

    Ahora bien, la violencia sin inteligencia es ciega o directamente estúpida. La violencia por la violencia, la violencia callejera delincuencial «kaleborrokesca», la violencia que lucha por causas absurdas, es más, la violencia que se ejercita en pos de los enemigos de España, por insignificantes que estos sujetos sean, es la violencia que el monopolio legítimo de la violencia tiene que extirpar sin la más mínima consideración.

    Se dice que la violencia en democracia es inaceptable. Suponemos que se refieren a la violencia sin inteligencia. Pero ¿acaso es aceptable dicha violencia en una oligarquía o en una aristocracia? ¿Lo iba a aceptar una dictadura?  

   En los últimos días hemos asistido al espectáculo bochornoso de esta violencia sin inteligencia («sin la menor mancha de inteligencia», que diría Gustavo Bueno). Una violencia ciega y vacía de bondades patrióticas, en la que se saquean comercios de autónomos particulares (no de magnates capitalistas y ricachones por el estilo). Han destacado los actos vandálicos de la ciudad de Barcelona, en la que los absurdamente violentos han contado con la pasividad de la alcaldesa podemítica Ada Colau. De hecho los podemitas han sostenido que tales atropellos sólo han sido «acciones puntuales». Pablo Turrión apareció diciendo que en España «no existe una situación de plena normalidad democrática». Será que él se verá a sí mismo como la encarnación misma de la plenitud democrática; aunque presuma de chalet, se ponga moño y suela vestir con trajes desaliñados o más bien desajustados.   

    ¿Cuál es la causa por la que se violenta ciega y estúpidamente? La libertad («libertad para qué») de un rapero no ya comparable a los pesos pesados del género (Beastie Boys, Public Enemy, NWA, Dr. Dre, Cypress Hill), sino además muy por debajo del hip-hop patrio (Def con Dos, Violadores del Verso, SFDK). Un rapero que está a mil millas de alcanzar siquiera la mediocridad. Nos referimos al rapero leridano Pablo Rivadulla Duró, universalmente conocido sólo en la piel del toro «y a Dios gracias» (de hecho rapea en español, en la lengua del Imperio católico, y no en catalán). Artísticamente este individuo es apodado como «Pablo Hasél»Curiosamente el «muy rebelde» muchacho es hijo de un empresario que entre 2007 y 2010 fue presidente del club de fútbol Unión Deportiva Lérida. Es decir, Hasél es un niño burgués, no precisamente con buenos modales ni educado en una refinada cultura (sobre todo musical).  

    Violencia ciega sería meter en la cárcel a alguien por el simple hecho de rapear, pero ese no es precisamente el caso del tal Hasél. El leridano está «en el trullo» por enaltecimiento del terrorismo, agredir y rociar con un líquido de limpieza a un periodista de TV3, y agredir a un testigo en un juicio contra un agente de la Guardia Urbana de Lérida. Se trata de un delincuente, no de un simple rapero que sólo se ha dedicado a rapear aunque su estilo sea horripilante y digno de «ir a la trena». Si por rapear o por cantar mal se metiese «a la peña» en «el talego»…

   Los violentos mongolos, bautizados como «jóvenes antifascistas» por Pablo Echenique, como si eso los purificase, no son revolucionarios ni practican la «gimnasia revolucionaria» que decía el anarquista italiano Errico Malatesta. Dicha gimnasia era interpretada como «la antesala de la revolución». Aquí estamos ante una banda de delincuentes callejeros que políticamente sólo llegan al nivel del perroflautismo más bajuno. Si Podemos obtiene rédito político o electoral con toda esta mamarrachada entonces «el pueblo soberano» demostrará que está tan podrido como quien les gobierna.

    Estos actos de violencia tontorrona se parecen mucho, son casi calcados, a las protestas llevadas a cabo el pasado verano en Estados Unidos a raíz del  supuesto asesinato a manos de un policía del ciudadano afroamericano George Floyd. Las ideologías de aquellos violentos mequetrefes useños son muy similares a la de los vándalos españoles (españoles a su pesar). Pero tal vez no haga falta irse a Estados Unidos, porque esta violencia mentecata ya la sufrieron los mismos ciudadanos barceloneses en octubre de 2019, cuando la Ciudad Condal ardió a causa de las protestas por la sentencia del procés. Son los actos violentos zopencos de los enemigos de la nación española y amigos de los separatistas. Violencia sin inteligencia para protestar por los justos encarcelamientos de los vergonzosos Pablo Hasél, Junqueras, Jordis y compañía. Que ciertamente a cada cual da más grima.

    Pero si viene una pandemia y la gestión del gobierno de turno (siempre que no sea uno del ya protoexgenóvés PP) es un completo desastre y resulta que hay 80.000 muertos en toda la nación, asolando al país con una crisis económica «del copón», entonces no merece la pena incendiar la ciudad. Y sin embargo la violencia cebollina sí se efectúa para mayor gloria de los delincuentes Floyd, Junqueras y Hasél, por los cuales, si por los pirómanos fuera, arde Troya y Anatolia entera.              

    Daniel López. Doctor en Filosofía.