Este verano se cierra con varios protagonistas, entre ellos los episodios de turismofobia que han tenido lugar en ciudades tan visitadas como Barcelona y Palma de Mallorca. Quienes protestan contra el turismo culpan a este sector de ser causante del encarecimiento de la vivienda.

Mi primera reacción ante esta ola de turismofobia fue la de sorpresa. De todos los problemas urgentes que tiene España, protestar contra los turistas me parece algo absolutamente descabellado. Existen cuestiones mucho más acuciantes que deberían sacar a la gente a la calle, como la inmigración ilegal, el aumento de la inseguridad, el elevado número de okupas, la fuga de talento cualificado o la pérdida de poder adquisitivo, por poner algunos ejemplos. Entre todos los males que sufrimos, criticar la llegada de personas que vienen a dejar su dinero en nuestro país no parece lo más lógico.

La cobertura mediática que han recibido las protestas también me ha parecido desproporcionada, como una cortina de humo que buscase ocultar las verdaderas causas de la carencia de vivienda. Si falta vivienda en España es por la excesiva burocracia que dificulta las licencias de construcción, la escasez de vivienda asequible y, muy importante, la desprotección que sufren los propietarios frente a okupas y similares. Es totalmente comprensible que haya muchas personas que prefieran alquilar sus casas a turistas para evitar los riesgos de la ocupación y, de paso, obtener más rentabilidad.

Pero esto no quiere decir que debamos cerrar los ojos ante la problemática que supone ser un país eminentemente turístico, donde este sector supone entre el 12 y el 15% del PIB, una auténtica barbaridad para una sociedad que se quiere considerar rica y avanzada. Lo cierto es que, con más de 80 millones de turistas anuales, el turismo se ha convertido en el gran eje de nuestra economía, lo que a su vez provoca un enfriamiento de la inversión en otros sectores y frena el desarrollo de nuevas industrias. Tampoco podemos negar que existen episodios de tensión entre las comunidades locales y la industria turística, especialmente en las zonas más visitadas y atractivas, donde la gentrificación empieza a ser un hecho.

Esto no es nuevo. El turismo ha sido un motor económico crucial para España desde los años 60 del pasado siglo. Tampoco es nuevo que sigamos sin saber aprovechar la ingente fuente de capital que supone la llegada masiva de turistas para invertir en innovación y desarrollo de otros sectores que ofrezcan empleos de mayor calidad y estabilidad. No hemos sabido usar los ingresos turísticos para diversificar nuestra economía y alejarnos del modelo económico de monocultivo que tanto nos gusta. Aquí tienen mucha culpa los políticos y su visión cortoplacista de dinero rápido y votos fáciles.

La realidad hoy es que somos un país de servicios con poco valor añadido y baja productividad. Por eso, es evidente que eliminar el turismo es inviable. Es nuestra materia prima, y satanizarlo es como dispararnos un tiro en el pie. Así, lo que debemos hacer es cuidarlo y mimarlo, a la vez que buscamos soluciones para gestionarlo de una manera más eficiente y fomentamos el desarrollo de otras industrias. No me gustan las políticas restrictivas, pero parece apropiado limitar el número de licencias turísticas o alquileres vacacionales en ciertas zonas para evitar una burbuja y frenar la gentrificación. También se habla mucho de que debemos fomentar el turismo de lujo como alternativa, aunque esto parece una apuesta difícil en una España donde la inseguridad y la precariedad aumentan. Miremos el caso de Barcelona y los constantes robos de relojes de lujo, o la proliferación imparable de carteristas en Sevilla o Valencia.

También es evidente que el elevado número de turistas que registra España es insostenible, no tenemos infraestructuras para tanto turismo, y las existentes requieren en muchos casos una modernización. Una solución para esta situación podría pasar por incrementar las tasas turísticas en los destinos principales. Si un turista extranjero viene, tiene que pagar y cubrir así el gap de servicios y equipamientos necesarios para facilitar su estancia. Aumentar tasas nunca es la solución perfecta, pero es un mal menor para lograr un perfil de visitante con algo más de poder adquisitivo y, al mismo tiempo, incrementar los ingresos públicos sin subir los impuestos para los residentes locales. Pensemos que otras fórmulas como cargar a la hostelería con más gravámenes acaban trasladándose a los precios finales, de forma que luego vemos como los turistas sí pueden pernoctar en hoteles en España o disfrutar de nuestra gastronomía porque tienen más dinero, mientras que muchos españoles no tienen la posibilidad de tomar una cerveza porque les cuesta seis euros. Italia, otra gran potencia turística, ultima una tasa para turistas de hasta 25 euros por pernoctación. Su éxito, como siempre, dependerá de si los políticos son capaces de gestionar de manera eficiente esos recursos, aunque esto es ya otra historia.

Para terminar, tengamos en cuenta que las naciones que basan su economía en el turismo suelen ser las más pobres, y nosotros parece que queremos continuar en esa dirección. Depender de la industria turística es arriesgado. El turismo es un sector volátil, sujeto a muchos factores cambiantes que pueden dañarlo, como la reputación del país. También es un sector de complicada reconversión, ya que no es fácil transformar hoteles en fábricas o reubicar a camareros a empleos tecnológicos, por ejemplo. Pensemos por un momento en qué podríamos hacer si un incremento de la inseguridad en nuestras calles se hiciera más notorio a nivel internacional y redujese drásticamente el número de turistas. No hay respuesta.

Ignacio Temiño