En medio del ruido mediático y las respuestas histéricas del mundo financiero, pocos se detuvieron a observar con atención lo que en realidad significaban los aranceles impulsados por Trump. Más allá de las cifras, de los efectos a corto plazo o de los equilibrios comerciales, el gesto tenía un contenido profundamente simbólico: el retorno del Estado como sujeto político.

Durante años, las decisiones económicas han parecido desligadas de todo horizonte comunitario. Se nos decía que las reglas eran las que eran —porque la ley—, que los flujos eran inevitables, que la interdependencia era el único camino posible. La figura del gobernante quedó reducida a la de un gestor de lo dado, sin margen de acción real. Trump, con sus políticas arancelarias, rompió esa narrativa. Volvió a plantear una cuestión olvidada: ¿tiene una nación derecho a defender su capacidad productiva? ¿Tiene un gobierno legitimidad para intervenir en favor de su industria, de sus trabajadores, de su equilibrio territorial? No lo duden: sí.

No se trató simplemente de una guerra comercial, como algunos pretendieron reducirlo, sino de una afirmación política: los Estados aún pueden trazar líneas, marcar prioridades, proteger sectores estratégicos. No desde el aislamiento, sino desde el principio rector de que ningún Estado debe quedar a merced de decisiones tomadas fuera de su control. Trump rompió el tabú: dijo que la deslocalización destruye la nación, que China no compite en igualdad de condiciones y que si una nación no produce, no decide. Y tenía razón. Durante décadas, las élites políticas, de distinto signo, se rindieron al globalismo económico, a la falacia de que importar barato era siempre mejor que fabricar caro, aunque eso supusiera cerrar fábricas, abandonar comarcas enteras al desempleo y sustituir trabajadores por subsidios.

El debate sobre los aranceles no es económico en esencia, sino existencial. Habla de si los Estados tienen aún derecho a decidir sobre su destino, o si deben limitarse a observar y adaptarse a dinámicas externas. Habla de si los intereses nacionales pueden ocupar un lugar legítimo en la agenda pública, sin complejos, sin pedir permiso ni disculpas. El arancel, por tanto, no es un capricho. Es una herramienta de resistencia. No se trata de levantar muros indiscriminadamente, sino de ejercer el derecho soberano a decir: esto sí, esto no; esto lo protegemos, esto lo producimos aquí, con nuestros trabajadores, bajo nuestras normas. La economía no puede estar desligada de la política, ni del bien común. El Estado no puede actuar como un notario pasivo del mercado, sino como garante del interés nacional.

En esa línea, lo que Trump planteó —aunque sea con un estilo áspero y poco diplomático— es una cuestión de fondo: el orden internacional puede ser compatible con naciones que aspiren a preservar su autonomía y su tejido social. La soberanía, por tanto, no es una reliquia ni una amenaza, sino un principio operativo. Es el modo mediante el cual un país decide qué quiere proteger, qué quiere promover y en qué condiciones quiere convivir con el resto del mundo. Trump, con todas sus contradicciones, devolvió al debate una palabra prohibida: proteccionismo. Y con ella, otra aún más herética: soberanía. No por nostalgia, sino por necesidad. Porque sin soberanía económica, no hay soberanía política. Y sin soberanía política, no hay nación que resista el embate del globalismo.

La lección es clara: cuando un país se resigna a no tener herramientas, pierde también su capacidad de elegir. Y sin capacidad de elección, toda democracia se vacía de contenido. Los aranceles de Trump fueron, en última instancia, el síntoma de un cambio de época: el inicio de un nuevo ciclo donde los Estados vuelven a reclamar su voz en los asuntos que les conciernen.

Quizá no estemos ante un cambio de paradigma, pero sí ante la primera grieta en su hegemonía. Y eso, para quienes creemos en la soberanía de las naciones, ya es una victoria.

Pablo Pérez Merino